EL juego de equilibrios de la balanza (desde la clásica romana hasta el moderno peso electrónico...), guillotinas para cortar bacalao en salazón, molinillos de café o un juego de medidas de aceite, todos ellos son utensilios de ultramarinos (en origen los productos que se vendían en estas tiendas solían proceder de territorios de ultramar, como café, especias y otros productos de importación. Solían ser establecimientos con uno o varios mostradores de mármol blanco y cierta apariencia entre el almacén y la tienda, y se caracterizaban por no especializarse en un único tipo de producto, circunstancia que les confería un personal conjunto de aromas mezclados...); talleres de sombrerería como aquel que abrió Fructuoso Gorostiaga en la calle Bidebarrieta a mediados del siglo XIX, viejas zapaterías donde hoy se detectan las dificultades para encontrar un abarquero, oficio casi en desuso en Bizkaia o para vender alpargatas, calzado de pobre en un tiempo en el que los pies no están hechos para el esparto; los viejos portalitos del Casco Viejo, donde antaño se cogían medias, tallaban joyas los maestros orfebres, se vendía tabaco e incluso se elaboraba... ¡turrón! A duras pena sobrevive en Bilbao un universo con más de cien años de vida, un siglo de aventuras, con sus horas felices y sus tiempos de penumbra. Negocios de toda la vida, decimos. Una vida que se tambalea al paso del tren de los nuevos tiempos.
Al entrar la fragancia cautiva. Huele a cacahuetes tostados, un aroma de la infancia para más de una generación. Les hablo del establecimiento López Oleaga, enclavado allá en la céntrica calle Astarloa, donde cada metro cuadrado cotiza en Bolsa, y que en 2004 cumplió su centenario. Fundada en 1904 por el tío bisabuelo de los actuales propietarios, aquí se vendían desde queso, huevos, azúcar y hasta zapatillas de esparto. Con la llegada de las grandes superficies tocó reconvertirse y la familia apostó por los vinos y licores. Más de cien riojas, 30 o 40 riberas y una muestra representativa de la mayoría de denominaciones españolas recubren la pared de esta tienda de techos altos y columnas de hierro colado donde las mercancías son la mejor decoración. Pedro se encarga de orientar al cliente en función de sus gustos y su presupuesto. “Aquí eso que llaman experiencia de compra no es más que una conversación”, se le ha escuchado decir en alguna ocasión. Hermoso ejercicio de supervivencia.
Ultramarinos finos, se les decía entonces. Un viejo libro de los oficios que había en Bilbao en los años treinta hace recuentos: existían en torno a cerca de 600 tiendas de ultramarinos en el Botxo. En ese paseo por la memoria puede entrar, quien lo desee, en Ultramarinos Gregorio Martín, un colmado de antaño, donde aún hoy se respira un Chanel nº 5 del pueblo: el profundo y sabroso olor a bacalao. Aunque el nombre de La Bacalada correspondía originalmente a otro negocio de la competencia, muchos se dirigen de esa manera al hablar de ellos. Al parecer tras hacer amistad con un importador de bacalao, Gregorio se especializó en ello. Durante la guerra civil se dedicó a vender fruta o lo que hubiera, para volver al bacalao cuando este regresó al mercado. Allá en Artekale, el local sigue luciendo la bacalada de hierro en la entrada y mantiene los sacos de yute llenos de excelentes legumbres, sus quesos, sus botellas de vino, sus conservas, sus panderetas de sardinas arenques y sus bacaladas, viene a ser lo que hoy en día llamamos delicatessen.
Se trata ahora de alimentar la memoria con otros espíritus. En 1914 había 14 sombrererías y 100.000 habitantes en Bilbao. Contaban con su sombrerero, su capotera, su planchadora de velos, la costurera, la señora cajera, la señora de la limpieza, y el recadista, que cobraba las propinas y tenía derecho a dormir debajo del mostrador. A mediados del siglo XX, sobre los años cincuenta, fue perdiéndose la costumbre de uso del sombrero. ¿Es posible sobrevivir a esa realidad a día de hoy, e pleno siglo XXI?
La repuesta es sí. En aquel año Fructuoso abrió por primera vez en la calle Sombrerería, aunque décadas después ubicó su comercio en la calle Víctor. El último Gorostiaga se quedó en París, donde era protésico dental, cuando comenzó la guerra civil. Aún puede verse en el escaparate, luciendo sombrero de copa, una figura del boxeador George Carpentier con antiguos dientes de marfil tallados por aquel último heredero fundacional.
Más txapelas que sombreros Aunque las txapelas en Bilbao y Bizkaia siempre se han llevado, los sombreros no tanto. Con todo, los sombreros y txapelas de Emilio Pirla, único sombrerero de la zona norte y actual propietario, siguen siendo solicitados como los más elegantes del mundo. Sombreros Gorostiaga hace trabajos de época para series de televisión y cantantes como Fito y Loquillo son clientes habituales.
La abuela de Unai, el actual propietario de Calzados Bizkarguenaga heredó un negocio que desde 1910 atendía al nombre de La Alpargatería de la hija de Santiago Arana. En el 31, cuando se casó, heredó el comercio y pasó a su actual nombre. Hoy mantiene el elemento ornamental, la gran alpargata que cuelga de la puerta, hacia la calle, que le dio nombre y que tiene 87 años. Se definían como un ultramarinos del calzado. Similares inicios a los anteriores tuvo el padre de Aitor Ferarios, hoy al frente, junto a su hermana, de la Cestería Alonso abierta desde 1900. Dedicados al comercio de todo tipo de objetos de mimbre, fabrican cestas a medida, arreglan asientos de rejilla, cubren la Semana Santa con la realización de palmas para el Domingo de Ramos, el verano con los capazos y cestas para las setas, diciembre con las cestas?
¿Navidad, dije...? un cierto carácter temporal acompaña a la ‘Turronería Iváñez’, como reconoce Eladio Iváñez: “Además de la temporada de turrones, que nos ocupa los meses de septiembre hasta enero, desde 2004, en verano, la ‘Turronería Iváñez’ permanece abierta y se transforma en heladería, Todo comenzó en la calle Correo sobre 1855. El bisabuelo Miguel, de profesión turronero, en uno de sus viajes recaló en Bilbao, entabló amistad con un miembro de la familia Victoria de Lecea y vieron la posibilidad de establecerse en un portal de la calle Bidebarrieta. De ahí la expresión El turrón del portalito por la que se conoce a este dulce.