bilbao. La caja negra de la hecatombe vivida ayer en Vista Alegre está cargada de miserias, como si fuese la maleta de un cómico de la legua venido a menos. En su interior alberga un cruce de voces donde se maldice la falta de raza de los hermosos toros portugueses de Palha, condenados a un largo olvido en Vista Alegre -ha de citarse, como excepción, el alfanje derecho de Barberito, el toro que cupo en suerte a Luis Bolívar...-, tacha que no se ganaron la gracia del indulto para camadas venideras. Fueron, eso sí, toros de brillante piel morena, testas coronadas como reyes de la dehesa y aires de emperador. Pura fachada. Bastó el soplo de la muleta, el trasiego de la lidia -dicho sea en honor de la verdad que muchas veces en puro desorden...- o los topetazos al caballo o contra el burladero para que se arañase la pintura y quedase al descubierto el óxido de la carrocería.

No fue el único desdén de la tarde. Víctor Montes, por ejemplo, había descabalgado de las láminas en sepia para hacerse de nuevo carne sobre el ruedo. Fue tan loable el gesto como estéril. Apenas dejó al pincel un galleo por chicuelinas y la certeza de que el miedo y la cautela -su enemigo, armado con gruesa leña, embestía como los coches en un tris de calarse: a trompicones...- crece con la edad. ¿Las banderillas que le hicieron grande, dice usted...? Su tocayo de la Plaza Nueva de Bilbao banderillea con más gracia. Cubierto el soponcio del segundo tercio (las pasó canutas...), Juan José Padilla, con quien compartió un par, acabó aplaudiéndole. Eran palmas de condescendencia. Fue el suyo un triste fado, la canción de quien quiere y ya no puede.

Ya se habían detectado los peligros de la tarde en el toro de rejones que abrió plaza. El lisboeta Manuel Lupi trató de moverle sobre el albero negro dejándole llegar a las grupas. No fue suficiente. El animal desdeñaba las citas y cabriolas; se movía a impulso, como si participase en una prueba de supervivencia. Ante semejante material de derribo, Lupi, hecho un general con su casaca a la Federica, pasó por Vista Alegre como una jinete invisible.

levantamuertos No era el día de la cornisa atlántica, por donde acabó despeñándose la tarde. Intentó sujetarla por las muñecas Juan José Padilla, un hombre al que le encaja el sobrenombre de levantamuertos. Lo probó todo. Fue testigo de ello la plaza entera. Banderilleó como acostumbra, a bordo de la thermomix y a los sones del pasodoble Nerva, reservado en Bilbao para las hazañas. Lo hizo para lanzarse, de cabeza, a la faena de muleta. Rodillazos y lances sentado en el estribo. Era un cuadro de Goya: el hombre embistiendo al toro, tratando de sacarle muletazos con sacacorchos, con forceps, con el gato hidráulico, con lo que fuese. Si había agua en el pozo era en el pitón izquierdo y hacia él se abalanzó el diestro de Jerez. Todo resultaba forzado, apenas sujeto por los hilos de la voluntad. Bastó con que la espada no se enterrase con gracia -una estocada atravesada y tres descabellos...- para desapareciese la cegadora luz de flash del toreo macho de Juan José.

¿Hay un por qué para la aparición de Rafael Rubio, Rafaelillo, como alma en pena en Vista Alegre...? Lo habrá, no cabe duda. En verdad Fusilito era un toro áspero; un animal con alma de pendenciero marinero en la taberna de Rotterdam tras la vigésima cerveza. Pero Rafaelillo pasó a su lado -es un decir: entre ambos cabía un trolebús...- como un animal huidizo, acorralado por las circunstancias. Fue la cruz de la moneda que Luis Bolívar encontró en el suelo. El diestro colombiano encontró en el pitón derecho de Barberito dos tandas vibrantes con la mano diestra, con los muletazos desgranándose, largos como un hombre tumbado. Fue un rayo en la oscuridad, la sensación de que aún era posible el milagro. Poco a poco el toro claudicó y la esperanza se deshizo.

Quedaba Fandiño, el torero nacido junto a las águilas de Orduña. El suyo fue, hay que decirlo, un trabajo con empaque. Abrió su faena a la búsqueda del sitio, presto a la batalla campal contra un toro seco, de pedernal. Trató Iván de convertirse en El terrible adueñándose del pitón izquierdo de un toro de embestidas a regañadientes. A duras penas lo consiguió, porque el animal cortaba el viaje a cada tranco. Aquellas fueron las últimas voces de la caja. Luego el silencio.