ANTENER un matrimonio sin amor puede tener consecuencias muy negativas a medio y largo plazo en la salud mental y emocional. Los británicos se casaron con la Unión Europea en 1973 y, aunque por poco no hemos cumplido las bodas de oro, es tan evidente que no llegaron enamorados de Bruselas al altar, como que la ruptura mediante un referéndum celebrado hace cuatro años y medio, les ha ocasionado graves trastornos políticos, económicos y sociales. Una tortura de convivencia que ha llegado a su fin mediante un divorcio cuyos términos se han acordado in extremis y que está repleto de flecos e incógnitas respecto a la nueva relación entre los divorciados. Lo único que hemos logrado con este acuerdo de mínimos es ahorrarnos el caos de una salida a las bravas y la imagen internacional de una Europa una vez más a la gresca. Nadie gana en este pulso absurdo y, a partir de ahora, el tiempo dará o quitará razones a los brexiters, que hoy habitan en Downing Street y que no son mayoría según las encuestas en el Reino Unido.

Las relaciones del Reino Unido con las instituciones europeas nunca han sido buenas. Entraron en la entonces llamada Comunidad Económica Europea, con meros afanes comerciales y sin creer en el proyecto que soñó uno de sus grandes políticos de la historia, además uno de los fundadores del proyecto europeo común, Winston Churchill. Con la llegada al poder de Margaret Thatcher en 1979 se inició el principio de una larga etapa de desencuentros entre la UE y la clase política británica, especialmente, en el seno del Partido Conservador. La Dama de Hierro llevó adelante una férrea política exterior caracterizada por su oposición a la formación de la Unión Europea y un completo alineamiento con las posiciones de Estados Unidos. Sin embargo, firmó el Acta Única Europea, que establecía formalmente el mercado único y una cooperación más estrecha en Europa. El 1 de noviembre de 1990, Geoffrey Howe, el último miembro activo de su gabinete original, renunció a su puesto como viceprimer ministro después de que Thatcher se negara a aprobar un programa para la adopción de la moneda europea única. Fue el inicio del fin de la premier británica.

El Reino Unido también pasará a la historia por ser el primer miembro de la UE que abandona el club. Y lo hace con un acuerdo duro en sus términos respecto a la nueva relación al uno y otro lado del Canal de la Mancha. De los distintos grados de acuerdos internacionales con los que cuenta en el mundo la Unión, el firmado con los británicos se sitúa en la escala más baja. Los más cercanos, definidos como estratégicos, participan de una casi integración con la UE: es el caso de Noruega o Suiza. En un camino intermedio están los casos de Canadá o Corea del Sur y, en la mera relación comercial sin aranceles, países como Turquía o Marruecos. Las islas británicas pasarán de ser Estado de la UE a un socio comercial. Bruselas ha mantenido sus tres líneas rojas: que Londres pague los más 60.000 millones de euros que aun debe desembolsar del presupuesto europeo 2014-2020; salvaguardar los derechos de los ciudadanos de la Unión que viven hoy en el Reino Unido y garantizarse una competencia leal, mediante la aplicación de las normas europeas laborales, de ayudas de Estado y medioambientales. A cambio, ha permitido una frontera flexible en Irlanda del Norte para no retroceder en los acuerdos de Paz del Ulster.

Pero terminado este largo proceso negociador de salida de la UE, lo único evidente ahora es que ambos estamos obligados a tener una relación de convivencia en el mismo espacio geopolítico. La vieja idea de la Comunidad Internacional británica, la Commonwealth, ya no goza de la vitalidad que tuvo en la posguerra mundial y su planteamiento nostálgico de sustitución por The Global Britain, choca con un panorama de desglobalización tras el impacto en el comercio de la crisis del coronavirus. Convertirse en el refugio financiero de fondos de inversión de dudosa procedencia, es un proyecto atractivo para la City, pero claramente insuficiente para la supervivencia de un Estado de casi 66 millones de habitantes. Además, sobre Westminster pende la amenaza de un segundo referéndum de independencia en Escocia, anunciado por la primera ministra Nicola Sturgeon, dado que la mayoría de los escoceses son partidarios de la pertenencia a la UE. Para Bruselas el acuerdo significa quitarse de encima el drama del caos de kilómetros de camiones bloqueando la frontera del Canal y miles de procesos judiciales en organismos internacionales de comercio. Supone poder dedicarse a su Agenda 2030 y al cierre de la incorporación de los nuevos Estados miembro en los Balcanes. Pero, sobre todo, para los dos se abre la oportunidad de buscar un nuevo modelo de relación estable en el siglo XXI. No será amor, pero siempre nos quedará el cariño.