INO de Galicia hace trece años, con una mano delante y otra detrás, pero nunca las había pasado "así de canutas". Es lo que tiene vivir al día, que una pandemia te cierre el negocio y ser madre de un niño de 10 años y un bebé. "Pido ayuda por mis hijos, porque una se arregla con lo que sea, pero que le falte leche para desayunar o no tengas unas pechugas de pollo para darle... No vas a ponerle todos los días arroz con tomate".

A sus 33 años, Esther Martínez es una curranta. De hecho, dice, nunca le ha faltado el trabajo. Hasta que el coronavirus dio un revolcón a su vida y, al decretarse el estado de alarma, se vio obligada a cerrar el pub que tiene alquilado en Deusto. Han pasado más de tres meses y aún hoy no se explica cómo para obtener comida, en vez de en un supermercado, debe hacer cola en la parroquia San Felicísimo, de Deusto. "Sé que hay gente que está mucho peor que yo, pero así de repente, en cuestión de días, mira a dónde he llegado", comenta, agradecida por poder llenar la despensa con los alimentos más básicos. "Me dan lo que pueden, pero no tienen carne, pescado... Por medio de otros grupos solidarios de Facebook a los que pertenezco me han ayudado mucho. Los niños crecen, te quedas sin ropa, todo cerrado, no podías comprar... Ya no había ni dinero", reconoce. Ni para ropa ni para bautizar a su hijo, como tenía programado antes de esta pesadilla.

Aunque su marido trabaja en el sector de la alimentación, su sueldo, de 1.000 euros, apenas alcanza para pagar los 800 de la renta del piso y poco más. "Desde que cerré el local, tengo cero ingresos y facturas acumuladas de luz, de agua, del alquiler... Es de ambiente latino y la cosa había bajado por la competencia. No daba como para ahorrar".

Con el presupuesto familiar mermado, no le quedó otra que solicitar ayuda. "Pedí vales de alimentación, pero me los negaron. Para los gastos de casa y el alquiler me dijeron que había ayudas. Mandé e-mails para solicitarlas, pero no he recibido respuesta", afirma. Mientras tanto, sus hijos siguen comiendo, pero son las deudas las que engordan. "El dueño del piso me decía: Es que yo tengo que pagar la hipoteca. Es la pescadilla que se muerde la cola. Si no puedo hacer frente, ¿qué hago? Algo tengo que dejar de pagar". Ella debe el alquiler del local, que supone se cobrarán de la fianza. "Me dicen que hay préstamos, pero ¿por qué tengo que pedir un préstamo para pagar un alquiler del que no estoy sacando beneficio? ¿Para abrir debiéndole 4.000 euros al banco? Así ¿cómo remontas? Algo tienen que hacer. La culpa no es nuestra".

Lejos de mirar solo por sí misma, a Esther le preocupa la herencia que dejaría a quien le tome el relevo de no poder seguir ella al frente del local. "La persona que coja el negocio no tiene por qué pagar la luz y el agua que yo he dejado debiendo, pero yo, ¿cómo lo pago si no tengo? A mí me dicen: ¿Cuánto necesitas? Tanto. A poquitos me lo vas devolviendo y firmo", asegura y piensa también en "el dueño de la lonja, que igual también tiene hipoteca y ¿cómo la paga? Al final, todos debiendo. Y eso te genera un desgaste mental, por lo menos en mi caso", confiesa. Su cabeza es una centrifugadora. "Le doy vueltas a todas las deudas que tengo, cómo las voy a afrontar, cómo voy a pedir un préstamo si no tengo un aval. Llegas a no dormir. Dices: ¿Y ahora qué hago?". Pero Esther solo recibe la incertidumbre por respuesta. El contrato de alquiler del local vencía el pasado mayo, su idea era asociarse con alguien para comprarlo y ahora "todo está en el aire". Si sus planes se desvanecen, le tocará empezar de cero. "Me buscaré la vida, como he hecho hasta ahora. Abriré otro negocio, estaré en casa con los niños o buscaré trabajo de lo que sea. No le hago ascos a nada", afirma. Palabra de curranta.

También Alicia Martín, una bilbaina de 44 años, madre de dos adolescentes, recibe alimentos en la parroquia. Aún convaleciente tras romperse la meseta tibial y entrar quince veces al quirófano, ni ella ni su marido trabajan. "Como he estado cuatro años sin poder moverme y once meses con 19 hierros atravesándome la pierna, él ha estado cuidándome", explica. A la espera de que le den el alta y valoren si le corresponde "alguna pensión por minusvalía", percibe la Renta de Garantía de Ingresos (RGI). Una ayuda que le suspendieron por error, según cuenta, en marzo. "Con lo del covid no podía hacer ningún trámite", se queja Alicia, que sobrellevó abril "gracias a Cáritas, a la asistenta, a lo que me daban en la parroquia de San Felicísimo y a mi hermana, que me ayudó un poquito más hasta que se fue al ERTE".

Por si fuera poco, apenas dos días después de decretarse el estado de alarma, la sancionaron. "Me multaron por ir a casa de mi tía, que me iba a dar dinero para comprar. No me lo salté para irme de cachondeo. A ver si lo puedo recurrir. Si no, tendré que pagar 600 euros". Como a perro flaco, todo son pulgas, le llegó una carta de la Seguridad Social informándole de que le habían "retirado una ayuda por hijos a cargo" por la falta de un documento que ella dice haber entregado, pero "no podía ir allí a demostrarlo".

Desde que el año pasado cerraran el bar que alquilaron en Sestao porque no les "daba ni para pagar la renta", Miren, de 52 años, no ha vuelto a trabajar. "Todos los días miro las ofertas y no me sale nada", asegura esta bilbaina, cuyo marido tuvo, en un empleo posterior, un accidente laboral. "Él cobraba por la mutua y yo, 253 euros de la RGI. Luego nos dijeron que hacía dos meses que le habían dado el alta y que tenía que devolverlos". La resolución, atorada por la pandemia, llegó cuando ya se habían gastado esa cantidad porque "es con lo que vivimos, unos 770 euros". Miren, que ha llegado a reducir la dosis de Nolotil que toma para las migrañas para dársela a su marido, porque "no hay dinero para comprar medicamentos", no le ha contado a su hijo, de 11 años, que comen del Banco de Alimentos. "Ahora me viene el crío con el pantalón del pijama reventado. ¿Le voy a poder comprar otro? Pues ahora no".

Diez toneladas al mes. El Banco de Alimentos entrega, bajo la supervisión del párroco de San Felicísimo, Román Elexpuru, diez toneladas de comida al mes, junto a las donaciones de La Gota de Leche y Cruz Roja.

Más empleadas de hogar. "Durante la pandemia hemos notado un aumento, sobre todo, de empleadas de hogar sudamericanas que se han quedado sin trabajo", explica Jasone Yurrebaso, voluntaria de la parroquia.

"Están llegando muchas chicas de Nicaragua y son muy honradas. Enseguida te llaman: 'Me he colocado unas horitas en una casa. Con eso pago el alquiler. Deja la comida para otra persona que lo necesite más", asegura Yurrebaso.

"Antes del coronavirus estaban llegando familias de Venezuela, incluso con títulos universitarios. Los primeros meses están con el cielo y la tierra, con el poco dinero que traen para el alquiler hasta que encuentran algo", explica.

1.300

Unas 1.300 personas se benefician de este reparto de alimentos, de las cuales "300 son personas recién llegadas que no tienen ni padrón", dice Yurrebaso.

"Le doy vueltas a todas las deudas que tengo, cómo las voy a afrontar; llegas a no dormir"

Regentaba un pub cerrado desde marzo

"Me multaron en el estado de alarma por ir a casa de mi tía, que me iba a dar dinero para comprar"

Dejó de recibir la RGI en plena pandemia

"Ikasturtearen azken astea denez, hoberena ateak ixtea da. Irailean lanera itzuliko gara"

Seaskaren presidentea