N casa no andamos muy sobrados de ánimo. Llevamos un par de días que, si pudiéramos, cada uno se iría en una dirección a buscarse la vida. Norte, sur, este y oeste. Y que Dios reparta suerte. Pero no es posible, así que la tensión se dispara y cada vez son más frecuentes los estallidos de furia de los críos, los cabreos por minucias o las riñas de los adultos. Supongo que en los próximos días habrá que hacer un esfuerzo extra para volver a niveles de armonía aceptables. Ayer se cumplieron 25 días de confinamiento y mentalmente son ya una losa, sobre todo si se mira hacia delante y se piensa que todavía, seguramente, quedan otros tantos por afrontar.

Con ese espíritu tan positivo arranqué un martes que se presentaba movido. Tras la sesión de ducha matinal y desayunos me tocaba acercarme a la redacción para una reunión de trabajo. No tenía previsto salir hasta hoy para hacer la compra, pero para no tener que salir dos días seguidos y minimizar la exposición al contagio, decidimos que tras la reunión me pasaría por el centro comercial de Artea para hacer la compra para otra semana. Así que me fui a la oficina con la lista de la compra en el bolsillo y el maletero del coche con media docena de bolsas de rafia para nuestra compra y la de mis padres.

Volver a la redacción me supuso afrontar un abanico complejo de sensaciones. Por un lado era hastío, volver al lugar del crimen, como decía el otro. Pero para los que llevamos varias semanas con teletrabajo es innegable que cambiar la rutina y tener un poco de movimiento se agradece.

Físicamente regresaba a la misma redacción de siempre, pero me encontré un lugar que me pareció muy extraño. En primer lugar, el edificio, en el que siempre hay bullicio de hombres y mujeres que trabajan en muchas otras empresas, estaba en silencio. No se veía un alma y yo me sentía en el recibidor principal como un intruso que llega a escondidas. Al llegar a DEIA ya me encontré con algo inusual: la puerta abierta de par en par, cuando habitualmente suele estar cerrada. Y dentro era descorazonador. Casi todos los compañeros y compañeras de la redacción están haciendo teletrabajo y se hace raro ver casi todos los ordenadores apagados y mesas sin caras, sin voces que te saluden. Solo al de unas horas, cuando yo ya me marchaba, habían llegado ya media docena de compañeros que se acomodaban para dar cobertura a ese pequeño ejército de hormigas que trabajan desde su casa.

Mi mesa y mi ordenador. Con una figurita de Batman sobre el monitor y un retrato de la reina de Inglaterra sobre el teclado. Mis dos inspiraciones. Ese metro cuadrado en el que me planto cinco días a la semana me parecía ahora algo de otra vida. No pude evitar acercarme y abrir los tres cajones de la mesa, para hacer un poco de arqueología: ¿Qué guardaba aquí el Aner que no trabajaba en casa?

Tras tres horas en la redacción me fui directo al centro comercial. Eran las 15.00 horas y no esperaba encontrar gente. Pues me equivoqué. La cola de gente esperando para entrar al supermercado recorría 150 metros del aparcamiento. ¿Cómo? ¿Esperar horas para hacer la compra? De eso nada. Ese marrón se lo come el Aner del mañana.