N estos días de aislamiento se agradecen llamadas que sirvan para hacerte llegar cosas divertidas. Porque al que te llama para decirte lo aburrido que está en casa y lo mal que lo está pasando, directamente, habría que bloquearlo para que no se pueda volver a ponerse en contacto contigo en una buena temporada. Ayer me llamó Sergio. Bueno, no me llamó. Me mandó un par de audios, que es como se telefonea en los alegres años 20 del presente siglo. Sergio es de esas nuevas amistades que hacemos los humanos cuando tus hijos empiezan el colegio y tu vida social se regenera con los padres de sus compañeros de clase. La mujer de Sergio, Lorena, trabaja en un hospital vizcaino y estos días vive su particular Vietnam. Ayer, tras el enésimo día de desgaste laboral, jugándose su pellejo y sin ver casi a su familia, que sigue encerrada mientras ella trabaja, decidió llamar por teléfono a sus padres para ver qué tal llevaban la cuarentena. Le contestó su padre y este, en lugar de saludarla y preguntarle qué tal está, le empezó a echar la bronca: "¿Pero cómo me llamas ahora? ¿No ves que estoy a punto de salir al balcón para aplaudir a los sanitarios?". Y le colgó el teléfono.

Así que Lorena se quedó ojiplática, con el móvil en la mano y explicándole a su marido que su padre había pasado de ella, de su hija sanitaria que llegaba a casa destrozada, para salir al balcón y aplaudir a todo el gremio. A Sergio y Lorena les dio por reír y llamarme para contarme lo surrealista de la escena.

Está claro que para ese hombre, como para millones de personas en estos días de suspensión de las relaciones sociales, asomarse al balcón a las 20.00 horas es una de las prioridades del día. Bueno, quizás la principal prioridad, porque este buen hombre que seguro que quiere muchísimo a Lorena, dudó en dar largas a su propia hija sanitaria.

La escena hizo que me acordara de Desmond, un tipo que vivía confinado en un búnker subterráneo. Todos los días, a solas, seguía una rutina a rajatabla. En silencio. Se despertaba y lo primero que hacía al levantarse era sentarse frente al ordenador para introducir una clave. Después, pasaba el día lo mejor posible. Escogía un vinilo, preferiblemente uno en el que sonase Make your own kind of music, de Cass Elliot. Desayunaba con calma, fregaba y se subía a la bicicleta estática para hacer un poco de ejercicio. Después seguía manteniéndose en forma con un poco de gimnasia, se duchaba, ponía una lavadora, se tomaba sus medicinas y a vivir. De vez en cuando, miraba por una especie de periscopio para comprobar que todo estaba en su sitio.

Desmond, que es un personaje de la serie Perdidos, no sabía para qué servía esa clave que todos los días metía en el ordenador nada más levantarse. No sabía si ayudaba a salvar el mundo, si era para alguna cosa trivial, como mantener encendidas las luces del jardín, o si era parte de un experimento. Para él era vital cumplir esa rutina, convertida ya en una obligación vital. Creo que con los aplausos de las 20.00 horas nos está pasando algo parecido. Sale el Desmond que llevamos dentro y tenemos que aplaudir a los sanitarios, sí o sí. Aunque nos llame por teléfono nuestra hija nada más llegar de darlo todo en un hospital. Y así será hasta que llegue el barco de nuestra Penny particular para sacarnos de esta.