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Travesía de una lágrima

6.01 horas en Euskadi: un cabo vuela desde el "Alakrana" y aterriza en el puerto; el martirio ha acabado

Travesía de una lágrima

Una gota en el océano no es nada. Una gota que se tira a los brazos de la gran masa de agua no tiene importancia. Simplemente cae y se diluye. Se pierde. Deja de ser. De existir. No es nada. Una gota en el océano ¿Y si es una lágrima? Asoma en el balcón de la pupila y va engordando como las gotas en el marco de la madera en una tarde lluviosa y gris que iluminó a Julio Cortázar. Pero no son iguales; la panza de las gotas de agua es de agua; cada vez más agua hasta que ceden definitivamente sus brazos al encanto de la gravedad, se sueltan del marco de la ventana y caen, plaf, como una bofetada, que dibujaba Cortázar; las lágrimas, en cambio, navegan por el mar de la pupila buscando pretextos para saltar por el tobogán de la mejilla hasta alcanzar los labios. Labios que susurran el recuerdo de lo atroz, de la experiencia inhumana de vivir enjaulado, atrapado, retenido y con la amenaza de la muerte apuntando desde la boca de un rifle que porta un criminal borracho de kath que no valora la vida, el más preciado de los tesoros. Así van engordando las lágrimas en el mar de la pupila. De sentimientos desgarradores: el dolor, la impotencia, la rabia, la pena... Recuerdos corrosivos que se agolpan cuando la mirada raya el límite para tropezar con la isla de Mahé y su capital, Victoria, iluminada ya desde las seis de la mañana por una luz cegadora que abrasa. Allí, en tierra, se acaba el martirio. 47 días en el alambre. "Al final -dicen los arran-tzales- nos sacaron de aquel infierno". Recordando el infierno sobre la cubierta comienza el Alakrana, fondeado en la entrada a Port Victoria, la maniobra para acercar la tierra, la añorada tierra. Rugen sus motores y al cielo abierto de las Seychelles se eleva un hilo negro de humo. La proa apunta a casa. Avanza el Alakrana. Va llegando en un lento navegar deslizándose por el agua calma del puerto. Escondidos los ojos tras unas gafas de sol, en el puente de mando, Ricardo Blach, el patrón del atunero vasco, alimenta su lágrima. "El infierno, el infierno? Pero salimos". Una cucharada de felicidad para la gota salina que baila en el ojo. Todos piensan lo mismo, también los anónimos arrantzales. El puerto está cada vez más cerca. Ya no son tan pequeños los edificios, ya no son hormigas las personas. Tienen cabeza, tronco y extremidades. Se las diferencia. Se mueven inquietas en el puerto mientras el Alakrana va llegando.

El grito de libertad Ya llega. La maniobra le exige virar a babor. El barco gira y ya no se acerca. No se va, pero no se acerca. El tiempo es ahora un barco de vela que navega sin viento. ¡Qué lento transita! Se paró el reloj en las 8.50 horas. Se durmió; lo que no pudieron hacer durante 47 noches los arrantzales maltratados del Alakrana, a los que pateaban para que no pudieran conciliar el sueño. Una tortura descomunal, un recuerdo que vuelve a llenar de dolor la lágrima. Escuece el alma. ¡Dios, qué rabia! Pero aquello se acabó. El Alakrana corre a su encuentro con el puerto. Ya no hay nada que temer.

Un rayo de luz triza en mil brillos encendidos la lágrima, que tirita de emoción. Port Victoria está casi vacío de atuneros que faenan en el peligroso Índico protegidos por guardas entrenados para repeler los ataques piratas a tiros, pero quedan algunos. Al acercarse el Alakrana, el Demiku y el Txori Aundi, pesqueros bermeotarras con bandera de Seychelles que se reabastecen para volver a zarpar, hacen sonar sus sirenas. Es un grito de bienvenida de un valor emocional insondable. El sonido se expande por la bahía. Lo esparce el viento, que arde. Todo lo acaparan las sirenas del Demiku y el Txori Aundi, como aquella mañana lluviosa de noviembre lo hizo la sirena del puerto de Bermeo exigiendo la liberación de sus arrantzales, en una multitudinaria, una más, muestra de solidaridad del pueblo vasco hacia las familias de éstos. El sonido no cesa y estremece. Ha tomado cuerpo, se ve: son unos poderosos brazos que han cruzado la bahía y han abrazado a los arrantzales del Alakrana. El momento es pura emotividad. La lágrima se tambalea. El Alakrana responde con otro abrazo, otro toque de sirena interminable que empapa las entrañas como la lluvia los huesos. Grita libertad el Alakrana. Ninguna palabra lo expresaría mejor. Suena con júbilo desbordante la sirena del atunero vasco. Aún resuena en Victoria. Escúchenla.

El abrazo Cuando cesa el grito, el silencio es aún más silencio. El alma está encogida, perpleja, acongojada. El Alakrana roza el muelle. Ya se diferencian los rostros. Un arran-tzale gallego, camiseta naranja, barba de cuatro días, gafas de sol, está de pie en la proa del barco. No se mueve, no se inmuta. Mira y piensa. Discurre. Bulle con seguridad su interior, pero no lo demuestra. Permanece inmóvil. Otros tripulantes empiezan a saludar blandiendo las manos. Han visto a sus familiares. Las emociones se agolpan en la garganta y vuelven los ojos de cristal. Ricardo Blach asoma la cabeza por el puente, se lleva la mano derecha a la boca, la carga de cariño y lanza un beso a su hija Cristina, que le espera en el muelle. El tiempo apenas ha caminado en todo este rato. A las 9.01, un cabo parte de cubierta y cae al muelle. Ha llegado el Alakrana.

La maniobra de atraque se hace eterna. Hacia atrás, hacia delante? hasta encajar el barco, que roza el muelle. Los saludos se prodigan en la cubierta. Hay algún abrazo efusivo de liberación, una unión de manos? Todos sentidos, todos razonables; es el fin del infierno que describía Blach. Pero el descenso aún se demora. Montan la escalinata y en lugar de bajar los arrantzales a pisar tierra firme son las autoridades, algunas de Seychelles y el embajador de España en Etiopía, Antonio Sánchez Benedito, y el secretario general del mar, Juan Carlos Martín, las que la remontan y suben a bordo. Se interesan allí por la salud de los tripulantes, que antes de entrar en puerto han pasado un control médico para evaluar su estado de salud y reciben su respuesta. "Bien, bien", les dicen éstos. El desfile por el barco acaba y, ahora sí, por la escalinata desciende Ricardo Blach, pantalón corto que deja al descubierto sus canillas. "Es que es cierto que estamos algo más delgados", explica. Cuando las posa en tierra, siente lo incontable. "Ha sido como un sueño. Todavía creo que estoy soñando", narra el bravo patrón del Alakrana, cuya fortaleza le hizo ser uno de los más castigados por los piratas. "Querían que me hundiera", señala. No lo lograron.

Detrás de él ha bajado parte de su tripulación. Wilson Pilate, el pescador de las Seychelles, ha salido corriendo a abrazar a su esposa y su hermana. Ambas lloran. Wilson las estruja entre sus brazos como si no quisiera volver a soltarlas nunca más. Hoy estará con su madre bebiendo y bailando toda la noche, como prometió ésta cuando supo que el Alakrana había sido liberado y volvía a puerto. En unos meses, estará de nuevo faenando en el Índico. Ya lo dijo su padre, George; Wilson es un hombre de mar.

Como Wilson, otros arrantzales gallegos han bajado a tierra y buscan a sus familiares mientras los vascos permanecen en la cubierta del atunero observando la escena, entre ellos el capitán, Iker Galbarriatu, que viste camiseta oscura. Aún les quema el sufrimiento y prefieren la intimidad. Los abrazos, el descorche de alegría lo reservan para cuando hoy mismo lleguen a casa y se reencuentren con su familia. Uno de los pescadores gallegos que ha pisado tierra parece desnortado hasta que acierta a reconocer a su esposa. Camina hacia ella con la avidez de un sediento a la boca de un pozo. Su mirada está cargada; sus ojos, a punto de hacerse trizas. Cuando alcanza el nido de los brazos de su mujer, se descargan. Se desprende una lágrima que lo condensa todo, el sufrimiento del secuestro y el gozo indescriptible del reencuentro, corre por la mejilla y acaba cayendo sobre el océano del cuerpo de su mujer. Plaf. Allí, no se pierde.