EN los alrededores de Bilbao el domingo de Pascua empezaba el espiche en los chacolís, una costumbre decimonónica que sobrevivió hasta la explosión urbanística de 1960 al llevarse consigo los escasos caseríos que sobrevivían en Deusto y Begoña. De la mano de la última generación de hombres y mujeres que han conocido la Begoña rural, la de las campas verdes con frutales, huertas y parrales, la de los caseríos enlazados por caminos, estradas y lavaderos cercados por las fábricas y las cada vez más amplias carreteras, evocaremos una costumbre que forma parte del imaginario bilbaino: el peregrinaje de chimbos y mahatsorri(s) a los chacolís de Montaño, Matico y Zurbaran, Garaizar, Txabola y Uriarte, Larracoechea, Puerta Roja y Puentenuevo.
Bilbao, hasta que en 1861 inicia sus proyectos de ensanche a costa de las vecinas anteiglesias de Abando, Deusto y Begoña, se circunscribía al casco urbano que todos conocemos como las 7 calles. A esta, su Villa, bajaban los pobladores de la Tierra Llana, aún después de perder definitivamente su condición de repúblicas, porque en su pequeñez se desarrollaba todo un mundo que les era ajeno y propio a la vez. En ella vivían los propietarios de sus caseríos y heredades a los que pagar la renta por Santo Tomás, el mercado para sus excedentes agropecuarios, la plaza para la venta de coronas por Todos los Santos y el espacio de oportunidades para los hijos-as que debían labrar su futuro al margen de la unidad productiva familiar destinada al mayorazgo.
Este Bilbao rebosante de actividad, progreso y contrastes confinado entre la Ría y las laderas de los montes, era en cambio para sus habitantes un espacio constreñido. Y sentían por ello el campo circundante como su escape natural, bien orillando la ría hasta los Caños o en sentido contrario por el Campo de Volantín hasta La Salve; cruzando los puentes hacia las vegas de Abando o sencillamente subiendo a Begoña por las Calzadas, Zabalbide y caminos y estradas de nombre perdido para llegar al alto de Artagan donde se encontraba la Amatxu y a cuyas faldas el Botxo crecía y se expandía.
Por ello el bilbaino de entonces, que no la bilbaina confinada a un espacio aún más reducido que el urbano, el doméstico, recibía el apelativo de chimbo y chacolinero, al ser estos, según el lexicón de Arriaga, sus principales aficiones campestres.
Chimbo por su dedicación a la caza intensiva de unos pajarillos, de igual nombre y amplia variedad, que entre septiembre y octubre poblaban los campos en busca de insectos, zarzamoras y frutas, y cuyo destino era la cazuela, un delicado y apreciado manjar que, con ajo y cebolla, asado vuelta y vuelta en su propia manteca, se servía con pimientos entreverados. Y Chacolinero, por su asiduidad a los chacolís de los alrededores donde saborear el vino de la tierra junto con cazuelas de bacalao al pil-pil cocinadas a fuego lento por las etxekoandres, en amable y chispeante tertulia al caer la tarde.
El chacolí en Begoña La principal actividad económica de Begoña hasta avanzado el siglo XX ha sido la agricultura y aunque la primacía de unos cultivos sobre otros ha ido variando, la existencia de viñedos y parrales para la elaboración de vino ha sido constante a lo largo de su historia. Una producción siempre escasa para la demanda existente pero impuesta a los labradores y jornaleros por los propietarios de sus heredades que, puestos de acuerdo o formando parte del concejo bilbaino, reglamentaron desde 1399 el consumo y comercio de vino y sidra en la Villa y por ende la producción vitivinícola y de manzana en las anteiglesias vecinas. Este ordenamiento será el germen de la Hermandad y Cofradía de San Gregorio Nacianceno que reunirá a partir de 1623 a los dueños de las viñas para mantener las medidas proteccionistas del vino de cosecha-chacolín y la regulación estacional en la venta de los caldos foráneos en Bilbao hasta principios del siglo XIX.
A partir de 1816 el interés de los patronos por el chacolí desaparece, entre otras razones, por el fin de la exención fiscal al vino local y la implantación, a buen precio, de tintos y blancos foráneos debido, en gran parte, al desarrollo del ferrocarril Bilbao-Tudela. Ante la pérdida del mercado bilbaino, los labradores y jornaleros se hacen con su producción, bien para consumo propio al igual que la sidra o vendiéndolo directamente a tabernas y otros productores, o bien convertidos en chacolineros de temporada. Una fórmula, ésta última, que a pesar de las guerras carlistas, los profundos cambios socio-económicos, las sucesivas plagas que asolaron las cepas o la anexión de la anteiglesia a la Villa consiguió erigirse en una práctica exitosa al conciliar economía, gastronomía y ocio.
Los chacolís de temporada La temporada de chacolí en Begoña empezaba el domingo de Pascua, coincidiendo con las primeras fresas, y duraba sin tregua hasta finales de mayo. Siendo el espiche o apertura de las barricas muy esperado, éste se seguía por riguroso turno entre los distintos caseríos chacolineros, no abriendo el siguiente sin terminar la producción del que estaba en curso. El reclamo para dirigir a los clientes era el branque, una rama verde de laurel clavada en los postes de luz del camino o estrada a seguir en dirección al chacolí abierto, en cuyo balcón o puerta se mostraba la misma señal. La apertura, previa licencia municipal, podía durar desde las pocas horas de Cenobia La Rubia en Arteche al mes entero de Madariaga, que completaba su producción con la adquirida a sus vecinos.
Llegados al lugar el ambiente era el de un caserío cuyos moradores combinaban sus diarias labores agropecuarias con la atención a quienes se acercaban a degustar su chacolí. Habitualmente los hombres de la casa se ocupaban de servir y llenar las jarras directamente de los bocoyes y pipas en la bodega, situada detrás de la cocina o en chabola anexa, y las mujeres de tener el fuego bajo o la económica permanentemente encendidos para cocinar o calentar las deseadas cazuelas de bacalao al pilpil y alguna que otra a la vizcaina, con ensalada o pimientos, entre otras afamadas especialidades gastronómicas como el guisado de carne de Epifanía Larrañaga en el chacolí Lorente, las patitas de cordero de Trauco, las manitas de Isabel Añabeitia en Arteche, las asaduras con verduras de Larrazabal, las carnes de Patacón seleccionadas por los matarifes del vecino matadero, las sartas de chorizo de Andresa Gaztelu en Gazteluiturri o el arroz con leche de Celeminchu.
El mobiliario consistía en mesas y bancos de tablero corrido que, guardados durante el resto del año, se sacaban al zaguán o bajo los parrales y frutales en flor. Para el chacolí se utilizaban jarras de barro cocido y esmaltadas con babero, de 5 medidas: azumbre (de 1½ l. a 2 l.), ½ azumbre (1 l.), cuartillo y medio (750 ml), cuartillo (½ litro) y medio cuartillo (250 ml), siendo su capacidad algo más reducida al considerarse que en ello estribaba el verdadero negocio de la venta al menudeo. Se bebía directamente de las jarras de medio cuartillo al ser una medida individual o escanciado en vasos de vidrio prensado, grueso y estriado, de unos 10 cm de alto, boca acampanada y falso culo que en el catálogo de 1898 de la fábrica asturiana de vidrio Pola y Cifuentes se referencia como Vaso sorbete para chacolí. Según la tradición, el uso de estos vasos en los chacolís se debe al reciclaje del remanente de unas lamparillas que se utilizaron como iluminación de balcones en una visita regia a la Villa, y bien pudiera serlo si tomamos en cuenta el inventario de 1840 relativo a los enseres de la Real Junta de Comercio de Bilbao que dice tener: “1 partida de vasos pequeños que sirvieron para la iluminación del año 1828 en que estuvo el Rey en Bilbao” respondiendo a la visita de Fernando VII y Amalia.
Con el tiempo algunos chacolís como Patillas, Leguina, Lozoño, La Choriza, Mari o Abasolo se convirtieron en establecimientos permanentes, en los que el chacolí era sustituido por vino corriente, sidra y otras bebidas junto con las clásicas cazuelas de bacalao y sencillos menús a base de pollo asado con ensalada, huevos fritos con chorizo, productos de temporada (setas, caracoles...) o queso y pan, dejando para postre las exquisitas variedades de fruta que se producían en la anteiglesia, tan apreciadas en el mercado de la Ribera. Su clientela era básicamente familiar y en domingo, aunque también era lugar para celebraciones y onomásticas como la de San Isidro, que cada 15 de mayo organizaba el Sindicato de Labradores para sus asociados y que en 1934 sirvió Matías Sarasola en su chacolí de Zabalbide: entremeses, paella, tortilla de setas o jamón, merluza en salsa con espárragos, pollo asado con ensalada, flan y fruta y todo ello regado con vino Rioja.
Si bien la tertulia, las partidas de cartas y el dominó eran el entretenimiento habitual de los chacolís, en sus aledaños se organizaban también verdaderos campeonatos de lanzamiento de rana, caso de Gallaga o Abasolo, o se jugaba a los bolos en los carrejos de Mari, Urrinaga, Zizerune, Gardeazabal o Atxeta antiguo.
El término chacolí acuñó tal fama que se extendió a merenderos y tabernas, que proliferaron Zabalbide arriba, a partir de los de Katezarra y Urriñaga, en dirección a las cumbres de Archanda y Monte Avril tales como Oruetabarri, Merodio, Landazabal, León, Sanjinés, Jaureguizar o Isidro convertidos en lugar de esparcimiento dominical o de las romerías de Santo Domingo, Justibaso, Tetuane o la sondikatarra San Roque.
Sirva lo aquí escuetamente contado como homenaje a los mahatsorri(s) que nos han abandonado, especialmente a los más recientes que, aun sin ser nombrados, están en el recuerdo de todos. Y a los begoñeses-as que, con sus relatos en agradables mañanas de conversación están tejiendo la memoria viva de la anteiglesia, contribuyendo con ello a que no sea olvidada.