ERA un jueves, 11 de marzo, agarrado a la monotonía. Es pronto. Huele a café, el olor del despertador. Un puñado de galletas, unas tostadas con mantequilla y mermelada, quién sabe si algo de fruta sobre la mesa del desayuno. Hierve la leche. Al amanecer se intuye la primavera. Más cerca, se abre paso la charanga electoral. El domingo se celebran las elecciones generales de 2004. La semana toca a su fin entre legañas y una ducha rápida para espabilar. La ciudad se pone en pie malhumorada por el madrugón. El tránsito del pijama a la calle es duro. Pero nada puede con el toque de corneta del trabajo, de los pupitres, de los quehaceres... El interruptor del día a día es una corriente continua.

La radio habla del tiempo, la conversación preferida de los ascensores. Madrid se estira, se despereza, deja las zapatillas de casa entre un sorbo rápido al café, un hasta luego, unas sábanas de pereza, algún que otro bostezo. Se cierran las puertas de los portales y se abren las fauces de la metrópoli, que aguarda el ajetreo de la hora punta y despide a los noctámbulos, de regreso. Apresuradas las gentes, se suben a las prisas de la ciudad. Unos cogen el coche para que les engulla el tráfico y les altere la paciencia, otros prefieren ganarle tiempo al reloj en el metro, los hay que les compensa el autobús y también a quienes el tren les cuadra mejor. En la estación de Atocha, el corazón de la ciudad, late la vida. Madrid es, a esas horas, un crisol.

En las inmediaciones de la estación de Alcalá de Henares aparca una furgoneta blanca, una renault Kangoo. Nada más común que un vehículo blanco. Son las 6.30 horas de la mañana. Por allí pasea Luis Garrudo, el portero de un edificio próximo de la calle Infantado que, como cada despertar, poco antes de las 7.00 horas, acude a recoger la prensa gratuita que se reparte en el apeadero, donde tampoco falta el trajín de los días laborables, miles de personas a la espera del tren que les lleve a su destino. Vidas cruzadas en los raíles. Los andenes toman el pulso a la metrópoli, un hervidero en el que se mezclan trajes y buzos, jóvenes y mayores. En medio de ese ecosistema discurren los pasos de Luis. A esa hora ha dado los buenos días al menos a medio inmueble.

Los porteros, tal vez por deformación profesional, son observadores. Se fijan en los detalles. A Luis le llama la atención el atuendo de las tres personas que bajan de la furgoneta porque se tapan el rostro aunque no lo mande el termómetro. Se cubren la cabeza en un día en el que no muerde el frío. Los gorros y los pañuelos se pierden entre el manojo de gente que hace tiempo para subir al tren. En la estación se confunden las charlas de unos, la resignación de otros, las miradas al suelo o al infinito. Pequeños pensamientos o grandes ideas. Todo cabe en las mentes de miles de personas. Unos prefieren leer, otros escuchar música, algunos buscan unas gotas de sueño en el trayecto. Los hay que piensan en las acciones de la Bolsa o en su amor platónico.

La noria de la rutina, con su cadencia, traquetea por las vías del tren. La estación de Atocha actúa como un croupier que reparte cartas en el Casino de Torrelodones. Chamartín concentra el tráfico ferroviario de Madrid. Los trenes de cercanías, se concentran en Atocha, trabajan a destajo. Miles de personas se alistan a su disciplina horaria, la que marcan los trenes. En el Pozo del Tío Raimundo, a un puñado de estaciones de Atocha, la coreografía es la misma. La dignidad de la humildad es el equipaje de sus gentes. Es un ballet costumbrista. En Alcalá de Henares, madrileños de segunda generación, padres que han podido dar estudios universitarios a sus hijos, se repite la escena. ¡Viajeros al tren!

nada será como antes Era un día normal, como cualquier otro. 11 de marzo de 2004. A diez días de la primavera. Llega el tren. Los que tienen suerte, se sienten. Al resto les toca viajar de pie. Lo mismo en Atocha, Santa Eugenia, a un palmo de la Calle Téllez, o en El Pozo del tío Raimundo. En Madrid no hace frío, pero el tren arropa a todos. Sin distinción. Nadie sabe que en apenas un chasquido nada será como antes. A las 7.37 horas la rutina salta por los aires. El infierno recorre en sigilo las líneas C1, C2 y C7. Suena la alarma de un teléfono y, de repente, se desata el caos en una macabra secuencia, en una espiral del horror que sacude la vida de miles de personas. En apenas dos minutos, entre las 7.37 y las 7.39 horas de la mañana estallan 10 bombas en cuatro trenes. El estallido, el fuego y el humo dejan ver un paisaje dantesco, de absoluta destrucción.

Tres bombas explotan en un tren de cercanías en la estación de Atocha. Un par de minutos más tarde otros dos artefactos revientan un convoy en la estación de El Pozo del Tío Raimundo. En el mismo instante, otra bomba causa estragos en un tren en la estación de Santa Eugenia. Segundos después, cuatro artefactos más atronan en un convoy que transita junto a la calle Téllez, a menos de un kilómetro de la estación de Atocha que para entonces es el retrato de la infamia. El escenario de la atrocidad se extiende por los raíles. Los trenes están llenos de gente. El pánico se confunde con el humo, las llamas, los gritos... la desesperación. El drama es inabarcable. La peor de las pesadillas. Las vías de tren son una morgue. El drama es absoluto. 191 personas fallecen y 1.858 son heridos en medio del terror. Infierno en Madrid.

La central de emergencias del Samur comienza a recibir llamadas de testigos que explican la devastación y piden ayuda. En algunas comunicaciones se mezclan las voces con el estruendo de las detonaciones. Madrid entra en shock, pero la reacción de los servicios de emergencia es inmediata. Nadie sabe qué ha ocurrido exactamente pero todos son conscientes de que se trata de un atentado, el más sangriento registrado en España. Apenas se conoce lo ocurrido y se instala un hospital de campaña en las instalaciones deportivas de Daoíz y Velarde, cerca de la calle Téllez, uno de los focos del espanto, como primer punto de asistencia. Una hora después se levanta otro hospital de campaña junto a la estación de Santa Eugenia. La magnitud de la tragedia es inmensa, y los heridos, casi dos mil, son evacuados a grito de sirena a distintos hospitales de la capital. Los cadáveres que se extraen de los vagones son trasladados hasta el pabellón 6-G de IFEMA, convertida en morgue ante la imposibilidad de realizar autopsias en el instituto anatómico forense, que no cuenta con espacio suficiente ante semejante número de fallecidos. El pabellón 6-G se convierte a partir de entonces en el epicentro del dolor. Jueves negro.