Nahi zenuen bezala, izango zaitugu gogoan
bilbao. A través de este escrito y como recuerdo a José Mari Otsoa de Txintxetru y Oñate quisiera, primero, expresarle mi agradecimiento por haber compartido conmigo una parte de sus vivencias y con ellas, de nuestra historia; agradecimiento que también lo hago extensivo a Miren, su esposa, que me hizo partícipe de algunas de sus experiencias durante el periodo de la guerra; segundo, exponer algunos de sus testimonios; y tercero, dar a conocer uno de sus deseos.
Descansa en paz, José Mari. Siempre te recordaremos, como lo que fuiste y como lo que estuviste orgulloso de ser.
Mila esker, José Mari
El 18 de octubre de 2006, mantuve una larga conversación con José Mari sobre un tema tan doloroso y tan nuestro como fue el sufrimiento que rodeó al periodo de la Guerra Civil. Era una persona emotiva y cordial y la preocupación y el compromiso por recuperar la memoria histórica quedó patente por la aportación memorística que me proporcionó con toda amabilidad y sin escatimar ni tiempo ni detalle, sobre una etapa en la que su entorno y su mundo cambiaron; cuando le tocó vivir y convivir con la guerra, con las cárceles y con los batallones disciplinarios de soldados trabajadores, algo que le daría un bagaje de nuevas experiencias, positivas unas y negativas otras, que quedarían grabadas para siempre en lo más profundo de su memoria.
La muerte vista de cerca
El 24 de septiembre de 1937, se dirigieron al monte Zierdamendi. El combate empezó al amanecer y el resultado de los que perdieron la vida y de los heridos no se hizo esperar, contabilizándose el día 25 seis muertos y siete heridos. Él puede considerarse que volvió a nacer porque, Aurrekoetxea que estaba a su lado le dijo: "José Mari, vete un poco más allá". Se movió y "él se puso donde había estado yo; una bala, al de unos segundos, le abrió la frente y cayó muerto". A él le entró una bala por el hombro y le salió por la espalda. Se puso de pie y otra bala le hirió en el muslo derecho. "Arruti y Urrutia que estaban detrás, me dicen: ¡José Mari!". Según le contaron exclamó en aquel momento: "¡Viva la Virgen de Begoña y gora Euskadi askatuta!". Consciente de sus querencias y como ratificándose una vez más en ellas, me asintió: "Posiblemente dijera eso".
Una nueva etapa en su vida
Tras la obligada retirada, el 28 de agosto de 1937 José Mari ingresó en el Dueso y salió el 15 de agosto de 1938. Llegado a este punto, rememoró un doloroso trance: "Otra cosa, esto es muy importante, que quede constancia". Les amontonaron en una nave y tras poner unas mantas en el suelo, les mandaron dejar sus objetos. "Yo no tenía nada, pero mi hermano José Cruz sí; tenía estilográfica, tenía cadena y se las quitaron y, luego, le pidieron que tirara la alianza. Se resistía mi hermano. Le cogieron, se la arrancaron, le tiraron la alianza y al salir de donde estábamos, se echó a llorar. Nos abrazamos los dos y le dije: José Cruz, ¿qué importa eso? No importa". Pero, por el contenido de la narración se deduce que sí le importaba conservar ese signo externo que simboliza en nuestra cultura la unión íntima con otra persona. En el año 52, cuando murió su aita, su ama le entregó el que había sido su anillo de boda.
Al cabo de los años, en una visita al Dueso que realizó con la Fundación Sabino Arana, le pidió a su amigo Ajuria que le acompañara. "Subimos a la primera planta y llegamos a la celda 92, que era la mía. A mí me temblaban las piernas. Abrí la mirilla y vi cómo estaban los presos allí. Hice una cruz y besé la puerta. Peru nos sacó las fotografías. No sé si lloré o no lloré, pero…".
Su nuevo destino, que se prolongó hasta 1940, sería el Puerto de Santa María. José Mari era consciente de que se trataba de desplazarles a un emplazamiento a larga distancia, al igual que se ha hecho con los presos de ETA, "para que no tengan contactos con las familias". El alejamiento significaba la carencia de visitas y una forma de ejercer el poder y el aislamiento, a pesar de que existían auténticos engranajes de unión entre compañeros, como lo demuestra el documento que firmaron, por el cual se comprometían "a no revelar, aunque nos cueste la vida, el nombre de otro, dentro de los nacionalistas".
El día 2 de abril del año 1940, el día de su cumpleaños, a José Mari le trasladaron a la cárcel de Valladolid, donde permaneció hasta el 8 de agosto y de cuyo lugar guardaba la impresionante vivencia de un día en el que el capellán de la cárcel les comunicó a Ramón Olazabal y a él, que se iba a producir el fusilamiento de una persona, que había sido denunciada por su mujer por ser comunista. "Nos levantaron a las cuatro de la mañana. En un pasillo estrecho, el cura celebraba misa y yo le ayudaba y detrás, a nuestra espalda, estaba el reo con un sacerdote". Mientras el sacerdote le estaba encomendando, Ramón y José Mari lloraban. En el momento de la comunión y cuando uno permanecía con la palmatoria y el otro con la bandeja, José Mari sintió en sus ojos la mirada del prisionero y él también le miró y "¡pensar que dentro de una hora, o menos, ya iba a estar muerto! Aquello, me impresionó enormemente".
Aunque ya había finalizado su periodo de cárcel, en septiembre de 1941 y dado que la quinta del treinta y nueve no había hecho la mili en el ejército español sino en la guerrilla con la República, le asignaron a un batallón disciplinario de soldados trabajadores. La relación entre los componentes del batallón era buena, sabían cómo pensaba cada uno, "pero nos respetábamos mucho. Todos estábamos condenados y sufriendo la misma pena, unos y otros". José Mari destacaba la gente tan estupenda que encontró entre socialistas y comunistas, tanto en la guerra como en las cárceles y creía que "en la adversidad se forjan las personas".
Posteriormente, fue trasladado al batallón disciplinario de soldados trabajadores de Sondika, para realizar tareas relacionadas con el campo de aviación, "en el campo de vagos y maleantes en Sondika". Finalmente, Garellano sería su último destino pero, a pesar de estar licenciado, estuvo en libertad vigilada, hasta enero del año 1946.
Cuando yo me muera...
José Mari, aun teniendo en cuenta las vicisitudes de la época, supo, como otras muchas personas más, continuar su camino con una mirada abierta al futuro, a pesar de que "no he vivido la juventud, pero me he sabido amoldar a todo". Mostraba una mentalidad generosa y afirmaba sin vacilar: "Yo, rencor nunca, en absoluto; odio, nada. Pasó y nada más". Transcurrieron los años y con ellos florecieron nuevas vivencias, pero una vez más el amor inquebrantable por su tierra quedó patente, cuando manifestó el deseo que quería que quedara para siempre: "Cuando yo me muera, que digan: Este fue un gudari. Yo, en todos los momentos, tengo la honra de decir que me cupo el honor de regar con parte de mi sangre los montes de Euskadi".