EL bullicio, las sonrisas y las charlas se interponen entre los puestos de pescados y mariscos en el mercado de A Coruña, donde se expone exuberante la mar, su olor inconfundible. "¿A cómo están los percebes?", pregunta una clienta en una de las esquinas de este moderno zoco inaugurado en 2006, donde gobierna Mariscos Aurora V. Allí, sobre un estante de madera atornillado al azulejo, reposa una frase singular: Si quieres saber algo de mí, mírame a los ojos. El letrero es una invitación a los ojos de Aurora, que son más expresivos que grandes y que tienen la capacidad de hablar. Es cuando se expanden. Ese cartel, con esa leyenda, tan de película, abre la conversación, un párrafo de entrada para conocer el castigo y la penitencia que para muchos supuso el látigo pegajoso y pringoso del Prestige, aunque la memoria de su hundimiento y su espeluznante herencia, se despeña en ocasiones por el acantilado del olvido.
"Me tienen que pinchar para que haga memoria sobre lo que ocurrió. ¿Cuántos años hace ya de eso...?" dice con calidez en el tono María de la Merced, "pero todos me conocen como Aurora", matiza. Siempre Aurora. "Mi madre lleva unos cuarenta años trabajando en los puestos de pescados y mariscos", dice su hija, también Aurora, que regenta el expositor del lado opuesto. Madre e hija en cada orilla, a apenas una voz, separadas por una cordillera de puestos y de clientes que transitan por el mercado el jueves al mediodía.
La catástrofe del Prestige, diez años atrás, también les alejó. Aurora, la madre, se quedó en puerto, en guardia, Aurora, la hija, monitora de tiempo libre, se fue en busca del chapapote a las costas, para entonces mordidas por el desastre. La gangrena del fueloil no hacía prisioneros. "Fue la primera Navidad que pasó fuera de casa, eso no se me olvida", describe su madre, que aprovecha una de las puertas de acceso del mercado para descansar con un cigarrillo y airear aquellos meses de incertidumbre, de pesar.
A la espera Aurora pasó la pesadilla del Prestige en vigilia, esperando a que cambiara la suerte, a que el mar respirase y el marisco apareciera. "Trabajo con marisco autóctono y no lo había, evidentemente. Mantenía la esperanza de que se salvara algo de la costa en medio del desastre y que pudiera entrar mercancía para ponerla a la venta", desgrana de su biblioteca de la memoria Aurora. La costa, empero, era alquitrán, la mar un manto de asfalto que flotaba pesadamente. Nada escapaba a las fauces de la marea negra, a su voraz capacidad destructora, que oprimía a Galicia de punta a punta en todas las direcciones.
La de Aurora le indicaba el camino al puerto, a la lonja donde se puja por el precio del marisco y del pescado. No había nada por lo que pujar. No al menos productos gallegos, ahogados en medio de la zozobra. Tanta que la administración se vio obligada a paliar con dinero la ausencia de pesca y recogida de marisco para que la ruina no fuera mayor. "Las ayudas del gobierno solo se daban si cerrabas el negocio", explica Aurora. Ella, luchadora, se negó a recibir esa aportación económica. "Hubo gente que prefirió ese dinero a trabajar", dice con un halo de tristeza e indignación en su mirada. Ella no bajó la persiana. Irreductible.
Sin embargo la tenaza del chapapote no aflojaba ni un palmo. No dio tregua durante meses. Sin apenas nada que vender, los ingresos se desplomaron. En barrena. "No entraba dinero así que tuve que hipotecar la casa para salir adelante. Además, por aquel entonces, mis tres hijos (un hijo y dos hijas) estudiaban en la universidad. Quería que tuvieran un futuro mejor al mío, que al menos tuvieran la oportunidad de elegir lo que querían hacer", cuenta Aurora, agarrada a la esperanza durante miles de horas, tratando de despegarse de un mal sueño, del peor, el más negro. Como el fueloil.
En busca del chapapote A su encuentro salió Aurora hija, responsable de coordinar grupos de voluntarios en Ons. También lo hizo en Ribeiro. "Recuerdo que una semana antes de la catástrofe estaba, como monitora de tiempo libre, con motos de agua en Corrubedo. Una semana más tarde aquello era dantesco. Nunca se me olvidará. Era una pasada. Todo la mar estaba negra". A pesar de esa postal, de ese escenario horrible, monstruoso, horrible, los voluntarios que se apilaban con mucho entusiasmo, pero con escaso orden, no se achicaron. Nadie retrocedió. Testarudos. "Y no era fácil porque se trabajaba mucho, pero daba la impresión de que se avanzaba muy poco. En ese sentido resultaba frustrante porque se quitaba un montón de chapapote pero al día siguiente la imagen era la misma. No se paraba de limpiar, pero no paraba de entrar fuel". Una espiral.
"Fue impresionante cómo la gente se metía hasta la cintura de chapapote para limpiar. Son imágenes que se te quedan para siempre. Inolvidables. La gente no se echaba atrás", radiografía Aurora, que por aquel entonces tenía 20 años y la ilusión como motor. Al igual que los cientos de voluntarios que debía de coordinar. "Era como una masa blanca [el ejército de limpiadores vestían buzos blancos], a la que había que dirigir como buenamente se podía. Al principio no fue fácil porque todo resultaba caótico. No sabíamos muy bien lo que teníamos que hacer. Era todo voluntad. Aquello fue una lección vital. Aparecía la gente, sin que nadie les hubiera llamado dispuesta para trabajar", indica Aurora sobre la inagotable fuente de solidaridad que percutió contra la marea negra "a cambio de nada. Se les daba comida y cama. Eso era todo".
La respuesta de los voluntarios, esa gran fuerza de choque anónima que se dirigió a Galicia desde todos los costados, resultó conmovedora para Aurora, que después de estar en Ons se trasladó a Riveira. "Al pensar en aquello se me pone la piel de gallina. Fue inolvidable ver la fuerza de la gente, su entusiasmo por ayudar cuando apenas había medios y todo resultaba complicado porque no paraba de llegar gente; pero había que organizarlo. Por momentos aquello nos superaba. Pero con ganas salió adelante". Cuando se finalizaba el tajo del día, cuando la pugna en el ring del chapapote había vaciado de energía a los voluntarios, era hora de abrillantar las armaduras para el duelo del día siguiente, para los amaneceres en negro. "Se limpiaban los monos y las botas. Y luego a descansar en literas de tres pisos sin apenas distancia entre unas y otras. Era lo que había".
Resistencia La capacidad de aguante y de adaptación -"no había quejas", subraya Aurora"- fue otro de los rasgos distintivos de los voluntarios que, al menos, descansaron mejor cuando se cambiaron los colchones del polideportivo que les acogía. "Los primeros que había eran… en fin de cuando Franco era corneta. Así que los tiramos y conseguimos otros para que al menos la gente pudiera descansar. ¡Qué menos!", enfatiza Aurora, que se emociona con las instantáneas y los recuerdos que encolaron su vida durante cinco meses arrancando chapapote y eso que no era lo más indicado para su salud. "Soy asmática y supuestamente no tenía que hacerlo, pero ni lo pensé. Había que estar allí y ayudar".
Ese espíritu que impregnó a los voluntarios, el de las miles de personas que trabajaron por el bien común, olvidándose del egoísmo, del individualismo, es el que escala hasta los ojos de Aurora, la madre, recogida en un jersey de lana, y los humedece. La voz le corta por un instante la mirada, acuosa, antes de que se le encienda la palabra, una vez extinguido el pitillo. "Los voluntarios se lo merecen todo. No se puede describir con palabras lo que hicieron por esta tierra, por todos nosotros mientras aquí los hubo que se cruzaron de brazos y sacaron tajada de todo esto. Eso es muy triste", lanza Aurora, mientras piensa en voz alta junto al puesto del mercado, cerca de su hija. "Ahora tenemos otro Prestige, el de la crisis, y no sé si este va a ser peor".