Esquiva, un halo de misticismo cubre las entrañas del Puy de Dôme, una montaña extraña y fascinante clavada en los pilares de la tierra de Auvernia. El pálpito de la tierra cruje en las tripas del volcán del Macizo Central, un lugar para siempre. En sus laderas –antes de que en 1964 chocaran los hombros de Jacques Anquetil y Raymond Pulidor, de que colisionaran las dos Francias: la rebelde e intelectual, la que encontró la playa debajo de los adoquines en Mayo del 68, y la rural y la tradicional, la del general De Gaulle, el héroe de la Segunda Guerra Mundial; antes también del puñetazo en el hígado a Eddy Merckx en el Tour de 1975, que dejó herido a El Caníbal y le apagó el fuego para lograr el sexto Tour, el unicornio– comenzó la era espacial.

En 1648, el cuñado del gran matemático francés Blaise Pascal subió al Puy de Dôme. Pascal, débil de constitución, no podía ascender, así que envió a su cuñado a demostrar su teoría. Reptó a un kilómetro y medio sobre el nivel del mar con dos barómetros de mercurio. El nivel del mercurio descendió, demostrando que el peso de la atmósfera a gran altitud era menor que a nivel del mar. Eso evidenció que la atmósfera tiene una altura finita y, a la inversa, que había una infinidad de espacio vacío por encima de ella. En el Puy de Dôme se demostró por primera vez que el espacio existía.

El Puy de Dôme, 1.415 metros de altitud, 13,3 km al 7,7%, los últimos 4 al 12%, es una conquista espacial. Una aventura que inauguró Coppi. Una misión hacia lo desconocido. Bahamontes puso el pie en su cima, gobernada por una aguja estremecedora que apunta el cielo y pincha las nubes. Es la antena de la Televisión Francesa. El perfil de la montaña no se comprende sin ese añadido. En el cono de Auvernia se posó Julito Jiménez, el relojero de Ávila, mientras Anquetil y Poulidor combatían por el Tour. Pou Pou pudo con el elegante Jacques en la cumbre. Se quedó a 14 segundos de su rival. Cerca pero lejos. El Puy de Dôme, salvaje, inhóspito, carretera mínima, aislado, engaña la perspectiva y sacude la moral. La desarma. Un infierno que yace sobre toneladas de domita, el material en el que se sostiene el mito. El decorado de una ascensión descorazonadora en su tramo final. Una montaña que posee la fuerza telúrica de la eternidad. Un gigante inclemente y despiadado que son varias vidas.

Allí, en su corona, descansan un restaurante y las ruinas de un templo romano en honor a Mercurio. En esas laderas –las de un coloso dormido, 35 años después de la última conquista sobre las rocas igneas de color café, otras grises– se descerrajará el tercer episodio de la batalla por los cielos entre Vingegaard y Pogacar, que como Anquetil y Poulidor, campeones extraordinarios ambos, convocan dos maneras de entender el ciclismo. Con una diferencia de 25 segundos y un asalto para cada uno, –Vingegaard feliz en Laruns y dichoso Pogacar en Cauterets– ambos se retan sobre el volcán de un Tour ardiente. “Será uno de los momentos decisivos del Tour y tendrá gran influencia en la general”, analizó el líder. Dos astronautas en la montaña que demostró que el espacio existía. El Puy de Dôme.