La polémica en torno al presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) provoca reflexión. Lo ocurrido en Sydney ya venía con antecedentes. Hubo un plante previo de jugadoras ya hartas de muchas cosas en el trato que se les dispensaba. La selección española de fútbol femenino llega a la final de la Copa del Mundo. Gana y sus jugadoras son proclamadas campeonas del mundo. Campeonas del mundo, que no campeones, que los técnicos no fueron quienes ganaron esa final.

Durante el partido, el presidente de la RFEF tiene un comportamiento que, se mire como se mire, no se corresponde con la representatividad del cargo. Que un hincha se toque las partes durante un partido y se comporte saltándose las reglas de una mínima urbanidad es problema suyo y del círculo social que le rodea, siempre que no entre en comportamientos que son punibles al amparo del Código Penal.

Si se tiene un cargo representativo, la cosa cambia. Y si ese cargo además implica determinadas responsabilidades que conlleven una pingüe compensación económica, superior a la de muchos cargos políticos –tanto o más representativos–, entonces la cosa se vuelve aún más grave.

Ese poner la mano en el hombro de la reina con el brazo pasando por su espalda, cual colega, también me resulta fuera de lugar. Apostaría a que ni se le pasaría por la cabeza hacerlo con el rey. Otra muestra más de desigualdad. Tocarse ostentosamente las partes ha sido reconocido como “error” por el propio presidente. Según dijo, sin paliativos. Se contradijo a sí mismo inmediatamente después de esas palabras en la Asamblea, al decir que era porque el seleccionador había tenido huevos. Eso, exactamente, es un paliativo. Y si no lo es, que venga Dios y el Diccionario de la Real Academia y lo vea.

La cosa cambia porque la imagen –cuanto mínimo tosca– que se deja con esas balandronadas tiene repercusiones internacionales. Para empezar, eclipsan por completo el resultado deportivo, que, se quiera o no, es lo de menos en tales circunstancias. Lo objetivamente cierto es que casi nadie ya recuerda el resultado de la final. Y si lo hace es para destacar que uno de los múltiples comportamientos indecorosos se produjo con ni más ni menos que unas campeonas del mundo, agravando aún más esas conductas.

Y ya lo peor viene una vez acabada la final. Miren ustedes. No hay alegría futbolística que justifique agarrar a una jugadora –recordad que el verbo agarrar viene de aquello de usar las garras– y darle un beso en los morros y luego rematar la jugada –por usar un término futbolísitico– dándole una palmada allá por la frontera de donde la espalda pierde su digno nombre. Tampoco eso lo haría con un hombre. Otro ejemplo más de desigualdad, de indignidad.

Empiezan las críticas, alentadas por un auténtico escándalo mediático en el extranjero. Pero hubo más. Desde otros abrazos que rozaban el límite de lo admisible en esa situación de representatividad hasta llevar a cuestas a otra jugadora en el césped del campo. ¿Habría hecho eso el presidente si la final la hubiera ganado la selección masculina? Tengo mis serias dudas.

En el viaje de vuelta, el presidente de la RFEF se percata del eco que ha ocasionado su comportamiento en la final. Según los medios, en el vuelo hizo intentos para arreglar la situación con la jugadora pero ignorando por completo su dignidad. Y en una escala en el viaje, opta por calificar de idiotas, tontos del culo y pringaos a quienes desaprueban ese comportamiento. Difícilmente lo habría hecho mejor si su intención hubiera sido la de echar gasolina al fuego. Pero esto no es nada comparado con lo que luego hizo en la Asamblea que él mismo convocó en la RFEF.

Empiezan a haber reacciones de todo tipo. Hay una minoría ínfima de reacciones interesadas y con motivos que suscitan dudas por los intereses que pueda haber detrás de las mismas, por el historial previo de quien se pronuncia, pero la enorme mayoría está escandalizada por esa conducta. Empieza una serie de anuncios de dimisiones y de anuncios de gente que no va a acudir a esa Asamblea. Se difunde la noticia de que va a dimitir. Si se difunde esa noticia, será porque alguien la difundió. Hay quien dice que para evitar quedarse sin el quorum legal requerido para esa reunión. Confieso que no lo sé, pero ese anuncio de dimisión hizo aún más resonante el que repitiera cinco veces que no va a dimitir.

A mi esa repetición quíntuple de “no voy a dimitir” me recordaba a otro hecho acaecido en el otro lado del océano. Me recordó mucho al “mugshot”, a la foto de la ficha policial de Donald Trump en el estado de Georgia. Una foto desafiante, de enfado, de “os vais a enterar porque no sabéis quien soy yo”.

Sin embargo, en el caso que nos ocupa, que es diferente, hay varias cuestiones que no son baladíes. Una es el derecho a la igualdad, a la que ya he hecho mención. Y otra el derecho a la dignidad de la persona. Y en esto, la Declaración Universal de los Derechos Humanos es taxativa. En su artículo 1 es explícita: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. La sororidad, en este caso viene de jugadoras, prácticamente del mundo entero, y cuenta con la solidaridad de la sana mayoría de hombres, amén de la casi totalidad de mujeres.

Las mujeres dan muchos ejemplos de igualdad y de dignidad en el deporte y en la sociedad en general. Ya que hablamos de deporte, el otro día en los campeonatos del mundo de atletismo en Budapest, la estadounidense Katie Moon y la australiana Nina Kennedy optaron por compartir la medalla de oro en salto con pértiga, tras quedarse cortas en sus tres intentos de saltar casi 5 metros de altura. Eso es dignidad. No todo va a ser competir y no todo va a ser ganar. En lo único en lo que vale la pena destacar es precisamente en dignidad, dignidad que falta en la RFEF.

El mundo va evolucionando. La sociedad a menudo va delante de su legislación y a menudo también de sus representantes. Esto es especialmente claro en el ámbito del fútbol, por lo que veo. No nos engañemos. La desigualdad que conlleva el machismo seguirá allí después de todo este asunto. Pero habrá hecho reflexionar a mucha gente y a muchos hombres, o al menos eso creo. Y quienes reman a contracorriente pronto constatarán que se han quedado solos.

Habría sido un gesto de dignidad dimitir. Poca gente alcanza ese nivel de dignidad de decir que se va por sus desaciertos, pero precisamente por poco frecuente, habría tenido un plus de dignidad. No ha sido así. Ahora llegan suspensiones y ceses. Al presidente solo le defienden quienes le defienden, atacando a la agraviada, claro, lo cual tampoco es dignidad.

El enorme desprestigio –incluso internacional– de todo esto se puede paliar. Sería muy buena idea elegir a una mujer como presidenta de la RFEF. Eso sería seguir el ejemplo de inteligencia marcado por Moon y Kennedy en los mundiales de atletismo. Me diréis que a una presidenta de la RFEF de fútbol la iban a crucificar. Pero en estos casos, como en la propia final, la gente se crece. La primera mujer en ejercer un cargo público importante en el siglo XX fue la alcaldesa de Ottawa, Charlotte Whitton. Ante las críticas y dificultades a las que se tuvo que enfrentar por el mero hecho de ser mujer, ella reaccionaba siempre igual: “Hagan lo que hagan, las mujeres deben hacerlo el doble de bien que los hombres para que se las considere la mitad de buenas. Afortunadamente, no es difícil”.