Reproches, desplantes, griterío, marrullería, confusión por doquier. Una atmósfera política e institucional vomitiva, abominable por insensata. Una permanente pérdida de tiempo absolutamente deplorable por consentida. Es inadmisible desde el mínimo respeto democrático esa fotografía hiriente del Senado manoseado torticeramente sin pudor alguno. Ni le importa al PP por su convocatoria aviesa ni al Gobierno por su desprecio al debate. Mucho menos al president de la Generalitat, empequeñecido por un discurso reiterativo buscando tan solo el minuto de telediario que le viene robando Junts y por su abrupta descortesía de invitado enfurruñado. Quedémonos, en todo caso, con lo invisible: el silencio que envuelve acertadamente un enrevesado proceso negociador que avanza, alentado por las necesidades –muchas y diversas– de todas las partes concernidas.

En las Cortes, de momento, solo hay espacio para los trampantojos como corresponde posiblemente al arranque a trompicones de esta legislatura. El Congreso abrió sus sesiones poniendo en práctica una ley, la del uso de las lenguas cooficiales, antes de su aprobación. En la Cámara baja, los senadores se aprestaron a debatir sobre una supuesta ley, llamada de amnistía, que aún no existe, aunque se la espera en breve. Quizá tanta incongruencia suponga simplemente el penoso augurio de un devenir parlamentario plagado de inconsistencia y ruido. Los indicios, en todo caso, afloran tremebundos entre dos trincheras cargadas de unas desbordantes pócimas ideológicas que traslucen toneladas de visceralidad, cuando no ánimo incontenido de revancha. Un campo minado al que la presencia estelar de Carles Puigdemont puede acabar de reventar.

Hay agua en la piscina de la investidura de Sánchez. No desbordante, pero suficiente. El acuerdo con el independentismo catalán avanza más allá de la amnistía y de calendarizar el reconocimiento al derecho a la autodeterminación, que son las carpetas del miedo escénico. Quedan otras reivindicaciones tan capaces de comprometer el entendimiento. El candidato socialista no quiere un abrazo de caducidad limitada. Junqueras advierte de que un recurso de la aplicación de la ley de amnistía no le deje con la mancha a cuesta de su inhabilitación. Puigdemont necesita habilitar escenarios de poder para rehabilitar la capacidad decisoria y económica de Junts, además de calmar a los rebeldes incapaces de asumir que han llegado hasta aquí exclusivamente para decidir la suerte de un Gobierno español que desprecian.

Ante la elocuente ausencia de noticias confirmadas, resulta fácil encontrar valedores de la repetición electoral, sobre todo en Madrid, alarmados por las concesiones a los soberanistas periféricos. Ilustres convencidos, incluso con carné socialista, de que Sánchez acabará sufriendo pánico ante el precipicio. Viven alejados de la realidad, incrustados en su propia ilusión. Ahora mismo, en Ferraz y en La Moncloa solo hay un eslogan: “investidura sí o sí”. El resto son conjeturas simplistas y juegos de adivinanzas tan propias de este ambiente capitalino entregado al rumor con gotas de malicia y la intriga. Con el dato amenazador de las encuestas ante una posible vuelta a las urnas, en la sala de mandos del PSOE –es decir, Sánchez, Montero y Cerdán– se conjuran en silencio para no pisar ningún cable. Tampoco a Puigdemont y su partido los sondeos le auguran un futuro mejor si desprecia la oportunidad que inesperadamente tienen en las manos. Waterloo empieza a pesar demasiado personal y económicamente. Desde su atropellada huida en el capó, jamás imaginó el expresident el puente de plata que se le presenta a escasos meses vista. Una airosa salida que hace más fácil de entender la doliente coyuntura que atormenta a ERC y que debe digerir en silencio para que no descarrile la alternativa a la derecha.

En la otra esquina, el PP digiriendo la envolvente de Sánchez mientras aprovechan las oportunidades que les brinda Ione Belarra por cualquier motivo para ahondar en las discrepancias sonoras del Gobierno en funciones y que el presidente, sin embargo, se sacude sin toser. Los populares han mordido el hueso de la amnistía creyendo que los ciudadanos se echarán a la calle clamando contra semejante felonía. Así han ideado una progresiva sucesión de iniciativas que buscan el renuncio de cargos socialistas. El resultado parcial del propósito delata un sonoro fracaso. Nadie quiere perder su silla bajo el reinado sanchista. Las quejas, pensarán algunos, también mejor en silencio.