La culpa siempre es del otro. Si los depredadores sexuales se benefician de una ley con grietas jurídicas, pregunten a los machistas con toga, les reta la feminista mayor del Reino, Irene Montero, al borde de un esperpéntico ridículo político. Si un clamor desborda el centro de Madrid harto de una sanidad sin medios, que pregunten al régimen bolivariano y a ETA, les dice soliviantada la pizpireta intelectual Díaz Ayuso, henchida de incongruencia. Semejantes patinazos sonoros endilgan sin descanso un inesperado brochazo de desprestigio a cada uno de los dos frentes ideológicos, que siguen enconados sin remisión. La ineptitud de sus representados lo hace posible. 

Montero es una pifia política. O, tal vez, el colmo de la demagogia ideológica. Pero es ministra. Peor aún, supone una auténtica sangría para la credibilidad de Podemos, una bomba de relojería para la credibilidad de un Gobierno en una materia tan sensible como la Igualdad y, desde luego, un golpe seco al feminismo en estado puro. Su estereotipada reacción vomitando contra jueces, plagada de soflamas de cualquier viernes mitinero, por la sonrojante ley del ‘sí es solo sí’, lamentablemente solo satisface a cuantos advirtieron en su día de que su presencia en un Consejo de Ministros era una broma de mal gusto o la simple condescendencia de un amigo íntimo. Ante semejantes despropósitos es cuando la derecha prende la mecha para desnudar las excentricidades extemporáneas de la izquierda. ¿De verdad que el feminismo se la ha jugado día y noche en la calle para acabar sufriendo ahora semejante engendro judicial que pone al pie de la excarcelación a despiadados violadores como los de la ´Manada´ en Iruña?

Montero ha cavado en un plis plas su tumba política, aunque su merecido viacrucis vaya para largo por la profundidad del socavón abierto. Su descomunal pifia ha dinamitado en menos de una semana los iracundos planes de Pablo Iglesias para plantar cara a Yolanda Díaz -por cierto, revelador su silencio de cuatros días y luego poniéndose de perfil-. Podemos anhela una alternativa antes de quedar engullido por Sumar. Con Belarra sumida en su comprobada inanidad, Montero demostrando su impericia, solo quedas tú, Pablo, -vaya tuit ayer a la propia vicepresidenta que ungiste- para que vuelvas a salvar el Titanic.

Pedro Sánchez esconde su contrariedad. Fue risueño a la cumbre del clima con las pilas cargadas por el fervor popular exhibido contra Díaz Ayuso -en realidad, la única enemiga que reconoce y hace bien- y en menos de un abrir y cerrar de ojos le estalla en Bali la amarga crisis de Montero. Sabe el presidente que este desgarrador patinazo se lleva por delante los míseros ecos de la elección de la ministra de Industria para aspirar a la Alcaldía de Madrid y reabre por enésima vez las heridas entre las dos sensibilidades de su Gobierno. Más aún, sobre todo resta brillo a esa foto impagable de la charla distendida -Feijóo, es importante el inglés- que mantuvo como invitado natural con el auténtico poder mundial, comunismo aparte. Quizá por eso, desde la magnanimidad de un líder europeo que otea a lo lejos las miserias de su propio país, el caudillo socialista ha salvado la cabeza de Montero. Le ha valido con apelar a la próxima jurisprudencia para escenificar subrepticiamente un supuesto respaldo a la ministra que, en el fondo, va cargado de una endiablada pócima venenosa que solo pretende señalar a los ojos de la concurrencia la ineficacia de una cuestionada elección que siempre pareció avalada por el enjuague de una coalición interesada.

Con semejante tormenta dentro y fuera del Congreso y que los socios de la mayoría parecen dispuestos a cortocircuitar cuanto antes, el debate de la insustancial moción de confianza de Abascal y Arrimadas aparece sumida en el fondo del vaso de agua. Feijóo se salva así de la quema mediática que, esencialmente, los ultraderechistas le pretendían tender desde una táctica desesperada para ahuyentar los fantasmas del debilitamiento interno que les acecha el factor Olona. El PP bastante tiene con apagar los frentes del fuego desatado por la desaprensiva política sanitaria de su carismática presidenta madrileña. Una rebelión callejera contra el desamparado sanitario no es una cuestión baladí. Sin duda, contrapesa al factor de las terrazas de la pandemia. Nada más grave para la credibilidad de Ayuso que comprobar en carne propia el disgusto de uno de sus votantes cuando comprobó que no había un pediatra en urgencias de la Comunidad para atender las molestias de su primer hijo.