CADA 8 de marzo, miro al vaso y no soy capaz de ponerme de acuerdo conmigo mismo sobre si está medio lleno o medio vacío. Siendo de natural pesimista, es inevitable que en la mayoría de las ocasiones mi percepción sea la segunda. Aunque quizá solo ocurra que uno va teniendo una edad y que, sin negar las indudables (e incluso, inimaginables) conquistas en materia de igualdad, se me haga un mundo entender que una parte no desdeñable de las generaciones específicamente educadas en valores chipendilerendis manifieste unos comportamientos rezumantes de un machismo que los adoctrinados, como servidor, en el nacionaltestosteronismo jamás llegamos a rozar. Me da que algunos (y por desgracia, algunas) han avanzado retrocediendo. Más allá de las bonitas proclamas, sostengo que es urgente actuar quirúrgicamente sobre esta chavalería que ha adquirido sus conocimientos en materia sexual en una pornografía de barra libre que presenta las violaciones grupales como un juego divertido. Actuar es actuar, no evacuar unas declaraciones de aliño ni presentar una campaña con un lema molón. Esos depredadores sexuales alevines tienen que saber que sus actos tienen consecuencias que van más allá de la reprimenda curil.

Otro de los anhelos no cumplidos de hace un cuarto de siglo es que el 8-M fuera todos los días. Ahí, de nuevo, tengo la impresión de que hemos caminado como el cangrejo. Cada vez es mayor el número de actos que se concentran alrededor de la efeméride. No solo hablo de las instituciones o los movimientos sociales. También de los medios de comunicación, que nos sentimos conminados a proporcionar una cantidad de contenidos (la mayoría, de carril) coincidiendo con la fecha concreta como si estuviéramos, más que ante una convicción, cumpliendo una obligación por el qué dirán. Ni me atrevo a decir que convendría darle una vuelta.