EL pasado sábado escribí en caliente en las webs del Grupo Noticias sobre la muerte de Maite Idirin, de la que me acababa de enterar en la página digital de EITB. Sin quitarme de encima la inevitable sensación de incredulidad ni el nudo en garganta, repasé la larguísima charla que mantuvimos hace diez años en la casa de Angelu, casi un santuario, donde su voz de terciopelo se apagó a los 80 años. Y aunque aquella conversación estuvo llena de sonrisas y de evocaciones de momentos felices y de otros que, habiendo sido duros, el tiempo había dulcificado, lo primero que se me vino a la cabeza fue la parte más amarga. A sus entonces 70 años, Maite no se sentía en absoluto reconocida. “Fui una de las pioneras de la nueva canción euskadun, puse toda la carne en el asador y hoy ni siquiera me citan”, me confesó. Creo que tenía toda la razón del mundo y, de alguna manera, su muerte vuelve a darle la razón. No diré que el fallecimiento ha pasado desapercibido, pero sí que no ha tenido el mismo relieve que el de otras figuras de nuestra cultura. Quizá, aunque ella ya no esté, ese olvido pueda tener reparación en el futuro.

No lo escribo como persona que, sobre todo en la época en que coincidimos en la radio, se sintió cerca de ella. Estoy profundamente convencido de que su trayectoria vital, musical y también como librera y editora comprometida la hacen merecedora de ese reconocimiento que no sintió en los últimos años de una vida que, eso sí que hay dejarlo claro, fue plena y feliz. A ver cuántas personas pueden presumir de haber cantado en el barrio latino de París, de haber tenido cara a cara a Jean Paul-Sartre, de haber convencido a Gabriel Aresti de que le tradujera las letras de su idolatrado Atahualpa Yupanki o, por no hacer eterna la lista, de haberse casado dos veces con el amor de su vida, el ataundarra Jokin Apalategi. Descansa en paz, querida Maite.