Adiós, sentimiento, adiós. No se devanen los sesos en el empeño de comprender cómo Bilbao ha celebrado, a lo largo de esta semana teñida de rojo y blanco, la disputa y celebración de la final de Copa. Por mucho que se repita la distancia, cuarenta años, la sensación es la misma: el Athletic no se comprende, se siente. Vivido ya el milagro de andar sobre las aguas de la gabarra, la ciudad recupera poco a poco su ser y la cabeza entra de nuevo en disputa con el corazón. Iguala fuerzas.

¿Quiere decirse, con esto, que pronto se olvidará todo esto? ¡Ni hablar! No lo hicimos quienes vivimos lo sucedido en 1984. Es más, llevábamos 40 años celebrándolo en nuestros corazones y el asunto ya cansaba. Hoy estrenamos ilusión en nuestros sueños y recuerdos y vivimos en la esperanza de que pronto volveremos vivir días así: apasionados y enloquecidos. 

Es una vitamina que nos alimento aunque volvamos a la oficina, al comercio, a la grúa como si regresásemos de otro mundo.

Lo hacemos. Medio Bilbao -qué digo Bilbao, Bizkaia...- descubrió que las viejas narraciones no eran leyenda. Ni siquiera una exageración. Por supuesto que el Athletic no se vive ni se celebra como un equipo de fútbol, ni siquiera como un club que acepta a quienes demuestran tener un corazón rojiblanco. El Athletic es la familia: la que te arropa en los tiempos fríos y te orienta cuando pierdes el norte. La familia que celebran en común, que brinda por la fortuna de cada miembro; La familia dura y recia como el roble, cargada de aventuras, como aquel Cantábrico del que zarparon los primeros balleneros. 

Ha quedado. Sabemos que resulta imposible vivir en el estado de excitación en el que nos hemos vivido todos estos días. Ahora, cuando todo va templándose, volvemos al día a día. Pero somos una generación con una historia que contar.