PUBLICÓ una sola novela en su vida y el cine la inmortalizó. Les hablo de Margaret Mitchell y, como habrán recordado, su obra se titulaba Lo que el viento se llevó, una expresión que bien pudiera utilizarse, en un juego de palabras fácil, para hablar de recaudaciones. Lo que quería recordar es que aquella mujer de principios del siglo XX lanzó una expresión dura como el pedernal que decía algo así como “¡La muerte, los impuestos y los hijos. Todo ello siempre viene cuando menos falta hace!” y que más de una persona aplaude de lo lindo. Los impuestos, claro que sí. El demonio de los pagos que tanto asusta al contribuyente y tanto aprecia el benefactor. Bien mirado, a lo largo del año –y ni qué decir tiene a lo largo de toda una vida...– todos jugamos uno u otro papel en el teatro de la vida. Va siendo hora de que lo asumamos con naturalidad.

La cifra que nos ha traído el recuerdo de los impuestos a este Sacacorchos es morrocotuda: 10.000 millones de euros, una cantidad que no cabría ni en aquella piscina, ¿se acuerdan?, del Tío Gilito que puede y debe abastecer las necesidades de un pueblo a nada que se reparta bien.

Durante el legendario Siglo de Oro destacó una serie de jesuitas con clarividencia para el pensamiento. No sé bien porqué pero ahora accede a mi memoria Juan de Mairena, uno de ellos, que mirando a su alrededor nos aseguró que “no hay en el mundo reino que tenga tantos premios públicos, encomiendas, pensiones, beneficios y oficios; con distribuirlos bien y con orden, se podría ahorrar de tocar tanto en la hacienda real o en otros arbitrios.” Eran otros tiempos, ¿verdad? Busquemos el equilibrio en la recaudación y en el reparto. La actividad de un pueblo está en proporción con los impuestos que paga. Y si la felicidad consiste en un justo medio entre el ocio y la actividad, los impuestos, intuyo, no han de ser excesivos.