NI en sus peores pesadillas hubieran imaginado los impulsores de aquel terremoto social que supuso el 15-M en 2011 que su expresión política institucional, Podemos, fuera ninguneada de forma tan penosa, tan resabiada, por quienes aún se reconocen como sus herederos. Aún es reciente en el recuerdo la consigna entusiasta “¡Sí se puede!” que llevó al partido liderado por Pablo Iglesias Turrión a ser considerado como la máxima representación de la izquierda progresista. La formación Podemos y sus ramificaciones autonómicas llegaron a presentarse como potente alternativa capaz incluso de aspirar al sorpasso del PSOE, histórica representación de la izquierda española.

No cabe duda de que Podemos, ya desde su consolidación como competidor efectivo en el juego electoral fue objeto de embestidas desde todos los frentes, el político, el mediático y hasta el judicial. No se lo pusieron fácil, ni mucho menos, a partir de que fue evidente su progresión electoral, y contra la formación y sus dirigentes hubo fuego graneado de falsedades, calumnias y agravios desde la práctica totalidad de sus adversarios. Dejado probada la hostilidad contra Podemos y sus líderes, sería prolijo, incluso cruel, detallar el cúmulo de errores y descalabros en el haber del partido, en el que han proliferado las escisiones, las actitudes arrogantes, las incoherencias y contradicciones, los personalismos, los maximalismos y hasta cierta inmadurez política.

Podemos llegó hasta las más altas cotas de su relevancia política con su acuerdo de Gobierno con el PSOE en 2019, sin duda gracias a la apremiante necesidad de Pedro Sánchez y ya entonces estaba claro que a aquella alianza hubo sectores socialistas que llegaron tapándose la nariz. Está claro, también, que buena parte de los logros sociales establecidos por aquel Gobierno progresista lo fueron por impulso de Podemos. También está claro que ese Gobierno se sostuvo entre tensiones, reproches y sonados desencuentros dada la tendencia de Podemos a lavar en público los trapos sucios.

Avanzaban, cierto, las medidas progresistas, pero al mismo tiempo el líder de Podemos y vicepresidente Pablo Iglesias se desvinculaba del Gobierno, se producían nuevas escisiones en la formación y se erosionaba gravemente al Ejecutivo con las consecuencias indeseadas de la ley de sí es sí. Paralelamente, Yolanda Díaz, ministra de Trabajo integrada en el Gobierno a propuesta de Podemos, intentaba salvar la caída en picado de la formación promocionando una nueva alternativa de la izquierda, Sumar, en la que Podemos se integra a regañadientes.

Lo demás ya es sabido. Nuevo Gobierno de coalición PSOE-Sumar del que quedan apartadas las dos máximas representantes de Podemos, Irene Montero y Jone Belarra. Su no inclusión en los ministerios gestionados por Sumar les ha provocado una reacción desabrida, agresiva, por supuesto pública y sonada, que denotan un contradictorio apego al cargo propio de la “casta” tantas veces denostada por los herederos del 15-M.

La agria despedida de Montero y Belarra ante micrófonos y cámaras ha sonado a pataleta evocadora del viejo refrán “para lo que me queda en el convento, me cago dentro” y augura una futura beligerancia que podría desestabilizar al recién estrenado Gobierno que, también es verdad, respira aliviado tras la maniobra de Yolanda Díez para prescindir de esa izquierda transformadora que descalabró en el intento. Una vez más, el desolador instinto cainita se repite en la izquierda. l