Julio de 2020. Hace cuatro años acudimos a las urnas con mascarilla. Habíamos pasado un confinamiento que nos dejó unas secuelas que hoy son todavía muy palpables en parte de la población. Setiembre de 2016. Hace ocho años acudimos a la urnas viendo al Estado español sumergido en una zozobra política que no ha abandonado y estábamos pendientes de ETA, que seguía sin estar disuelta. Octubre de 2012. Hace doce años acudimos a las urnas con más del 12% de nuestra población en paro, 45.000 hogares vascos tenían entonces a todas sus personas activas desempleadas. Así arrancaba el comienzo de la ‘era Urkullu’, caracterizada por muchos problemas que han necesitado de dura gestión. Cómo olvidar el derrumbe del vertedero de Zaldibar, el efecto de la guerra de Ucrania, el conflicto de Gaza, el tax lease, los aranceles de Trump, los ertzainas amenazando con boicotear el Tour, etc, etc. Demasiados ingredientes como para pensar que sería posible disfrutar de un bienestar social como el actual, que no solo se compone de Osakidetza (donde no todo está mal), sino de un amplio abanico en forma de programas y ayudas que permiten dar cobertura al más vulnerable. Ese es el legado del lehendakari Urkullu, que deja el país mejor de cómo lo encontró avalado con números incontestables. Pero no es la única herencia. El lehendakari también ha sido capaz de ofrecer una forma diferente de hacer política, cimentada en el diálogo y el acuerdo. Alejada del insulto y la provocación. Un modelo posible gracias a la confluencia de muchos factores pero inevitablemente propiciado por quien cree a ciegas que el respeto y el rigor son los valores que marcan la senda. El 21 de abril iniciaremos un nuevo ciclo político. El camino de baldosas amarillas sobre cómo ser capaz de dialogar está dibujado. Transitar por él o salirse del mismo será ya cuestión de voluntad de quien nos represente en el nuevo Parlamento Vasco.