NOS parece inconcebible que, 85 años después, la memoria de los asesinados yazga aún en muchas cunetas y sea un ejercicio de convicción democrática de amargas experiencias seguir disputando el pulso por la verdad, justicia y reparación de miles de nombres anónimos salvo para sus familiares. La mayoría de ellos ni siquiera los conocieron y no es de extrañar que la sucesión de generaciones acabe por amortizar aquellos hechos.

Sin embargo, el relato compartido no se puede amortizar. El rechazo de la brutalidad, la imposición y la muerte injustas es una obligación ética para la convivencia presente y futura. Y debe hacerse en toda su amplitud; visibilizando los excesos de todos porque, de lo contrario, encastillaremos la experiencia en una nueva trinchera de ellos y nosotros, donde nosotros hemos sufrido más dolor y ellos se buscaron el suyo. La reprobación de la muerte no admite trazar más línea que la de verdugos y víctimas.

Si somos capaces de consensuar esta postura ética quizá podamos extrapolarla a todas las violencias. Admito mi desazón por el modo en que estamos amortizando las violencias terroristas en Euskadi. No ya porque la menor o mayor sensibilidad se traduzca en más o menos votos en una u otra dirección sino porque la renuncia expresa, a condenar esa historia ha sido aceptada por una parte importante de nuestra sociedad.

Esto no se hace en aras de la convivencia sino de la impunidad ética. No sé si le podemos pedir un esfuerzo de memoria a quienes se suman a la vida adulta pero sí a quienes orientan su percepción de la realidad. Es triste asistir a cómo una generación que no ha sufrido el azote de la violencia está dispuesta a no reprobarla. Yo no sé si harán falta 85 años para desenterrar la memoria de las violencias de ETA o los GAL y si, aún entonces, seguirá habiendo quien insista en razonar la brutalidad de los suyos.