NO acabo de creerme la absoluta torpeza que incide en aplicar una normativa antiviolencia o de orden público por la exhibición de banderas a estas alturas de presunta madurez democrática. No hablo de eslóganes en lugares inapropiados ni de mensajes despectivos o incitadores del odio. Si me apuran, ni siquiera hablo de la exhibición de banderas en recintos deportivos, que parece que va a ser el marco de un tira y afloja entre derecho a la libre expresión y normativa antiviolencia. Voy más allá: a la decisión de varios gobiernos de considerar que exhibir la bandera de Palestina es una provocación que requiere ser reprimida.

El qué, el cómo y el cuándo son importantes. Sobre banderas y emblemas podemos discutir el qué de la exhibición de enseñas soviéticas en respuesta a la invasión rusa de Ucrania; podemos discutir sobre el cómo en la incorporación de eslóganes hirientes para terceros –aquí hemos padecido el “ETA mátalos” sobre los colores de la ikurriña en el pasado–; y podemos discutir el significado del cuándo en relación a la propia enseña palestina enarbolada en algarabía tras los ataques de Hamás, antes incluso de la previsible reacción brutal del ejército israelí.

Creo que son tres ejemplos de abuso de la libertad de expresión que reivindican, más allá de una ideología, una adhesión a acciones contra la convivencia. Usos que, en cualquier caso, no acabo de ver como justificación para la torpe asimilación de la causa del pueblo palestino con un ejercicio de reivindicación de la violencia. Palestina no es Hamás y la exigir sus derechos no es respaldar el terrorismo. Regalarles a los fanáticos la enseña que agrupa a su pueblo criminalizando a todo el que la porte equivale a impedir la exhibición de la ikurriña por el hecho de que una organización terrorista se escudara en ella. Hasta ahí habrá consenso al menos, ¿no?