Terminó una campaña fea. Una de esas que veíamos con condescendencia en otros lugares. El populismo sonrojante que parecía tan lejos, la descalificación y la manipulación de los hechos que resultaban tan obvias cuando llegaban de boca de Trump, de Salvini, de tantos profesionales del eslogan insultante y la falsedad argumental.

No es un problema menor y el único modo de desterrarlo es movilizar a legiones de votantes concienciados de su riesgo. Pero, no nos equivoquemos; el voto solo es reflejo de lo mejor y de lo peor de la política. Puede consolidar un modelo de convivencia desde el respeto o dinamitarlo. Hay motivos para la preocupación en la liviana reacción crítica que aparenta la opinión pública frente a quienes la alejan de valores y principios democráticos. Pero también los hay de esperanza ante la pasada de frenada, la pornográfica exhibición de mensajes y actitudes antisociales. No es posible no haberlos visto.

En ese sentido, todo lo que se intuía se ha visto confirmado en esta campaña. Es más que evidente que la incomodidad de Núñez Feijóo con su socio de gobierno, Abascal, es grande. Tanto que necesita escenificar una distancia que salvará de un salto en cuanto los números se lo permitan. No hay abismo que separe al PP de Vox porque el partido ultra nació de sus entrañas, su presidente medró en cargos públicos amparado por su militancia en el PP de Aznar y Rajoy y creció en su aparato hasta 2013. La militancia ultranacionalista española de Gallardón, de Fernández Díaz, de Mayor Oreja, los espectros de la nostalgia de tiempos anteriores, se hicieron carne en Vox. Es algo que se conocía pero, ¿se recuerda?

El candidato gallego se ha construido una torre argumental con cimientos de barro: el cambio que no tiene un programa detrás. Y el del PP es más una enmienda a la totalidad de los últimos cuatro años que un proyecto de avance. Las medidas fiscales que propone no las soporta una memoria económica y su concepto de libertad es la mera exaltación del individualismo ultraliberal que ha dejado grietas sociales allí donde se ha testado. Un modelo que dice combatir EH Bildu hasta que le da por repartirse cuotas de poder con él. El chalaneo PP-Bildu en las presidencias de comisiones en Gasteiz ha sido tan obvio que ha obligado a los de Feijóo a dar marcha atrás en víspera del 23-J. Pero a los de Otegi no les ha escocido tanto como para renunciar.

Tampoco hay sorpresas por la izquierda. No le falta razón a Pedro Sánchez cuando se reivindica en las circunstancias que le han tocado en suerte para gobernar y que trató de hacerlo de un modo diferente a la crisis anterior. Le ha faltado una estrategia de desarrollo, más allá de la asistencia a los más vulnerables. Taponar las heridas era indispensable, pero se requieren políticas para generar recursos con los que pagar subsidios y también para no cronificarlos. Ahí no se ha desenvuelto con soltura a la vista del impacto limitado del caudal de fondos europeos que ha preferido exhibir con más márketing que eficiencia.

A su izquierda, las relaciones cainitas continúan en el adn de los movimientos alternativos. Yolanda Díaz no está para asaltar el Paraíso pero aventaja a Pablo Iglesias en que no pretende hacérselo creer a nadie.

Euskadi sale de esta campaña como entró: con las mismas necesidades que no hallan respuesta en las políticas de Estado. Los partidos vascos buscan una presencia fuerte en Madrid porque, aunque desde el sector más radicalmente independentista se niegue, la interdependencia les alcanza también. De ahí que no haya mensajes soberanistas en la plataforma EH Bildu y el PNV se haya esforzado en postular que el autogobierno se refuerza con políticas propias. Porque hay un riesgo de someter el proyecto vasco a la gran tramoya de un progresismo postural de eslóganes, que medra en las redes pero cuya receta es centralizar recursos, políticas, decisiones y modelos sociales.