Todos contentos. El cartel de la final de la Copa del Mundo 2022 colma las apetencias de la FIFA y, cómo no, del país organizador, que cerrará el evento con un broche de lujo en el plano deportivo mientras en Europa detienen políticos y se incautan bolsas con billetes procedentes de la península catarí. El Argentina-Francia también satisface la expectativa de los amantes del fútbol. Podía haberse dado otra combinación de similar atractivo, por ejemplo con Brasil en la ecuación, o quizá Inglaterra, pero las dos selecciones que van a pelear por el título, además de figurar de entrada entre las máximas candidatas, han sabido confirmar a lo largo del torneo el potencial que se les presuponía.

El partido se vende en clave de pulso directo entre Lionel Messi y Kylian Mbappé utilizando para ello una premisa contradictoria: encarnan el pasado y el futuro, veteranía y juventud, cuando en el marco concreto del Mundial la historia discurre justo en sentido inverso. En esta batalla generacional, quien pretende reivindicarse es el viejo, no el joven. Mbappé, a punto de cumplir 24 años, porta en el pecho la estrella conquistada cuatro años atrás en Rusia; Messi, a sus 35, se halla ante la última oportunidad de emular a su compañero en el PSG, después de cuatro intentos baldíos en las citas de Alemania, Sudáfrica, Brasil y Rusia.

Sin duda que la singular circunstancia que afronta el considerado por muchos el mejor futbolista de todos los tiempos constituye un ingrediente muy potente, aunque sin el mismo la trascendencia del acontecimiento no se resentiría. Claro que la posibilidad de que Messi levante el único trofeo que se le ha resistido en su prolífica carrera serviría, por sí sola, para prestigiar la vigente edición del Mundial. El rosarino agota esta tarde su munición, ya ha manifestado que no se siente con ánimo para lucir la camiseta albiceleste dentro de cuatro años. Puede que si sale campeón, el país que no tuvo reparos en cuestionar abiertamente su implicación en cada convocatoria con la selección se lo pida, pero a él le basta y le sobra con emular en Catar el éxito logrado en México 86 por Maradona, la obsesión que nunca ha dejado de perseguirle.

Por la actuación que brindó en semifinales ante Croacia, se diría que Messi llega puntual a su encrucijada, en plenitud de facultades, en un estado de forma óptimo. Desde luego, porque es ley de vida, no será el tipo infalible que amargaba la existencia a los rivales del Barcelona, sin embargo parece haber recuperado una versión intimidante gracias al ecosistema creado por su tocayo Scaloni. Argentina no es solo Messi, depende de su acierto, sí, pero garantiza una talla competitiva muy convincente. Laboriosidad, cero reservas y elasticidad táctica son algunas de sus virtudes más sobresalientes, aderezadas del ardor que tradicionalmente ha caracterizado su forma de entender el fútbol.

En su camino hacia la final atravesó un par de baches. El estreno con derrota frente a Arabia Saudí y, sobre todo, el susto que le propinó Países Bajos en cuartos, al forzar la prórroga y los penaltis en un duelo que tenía en el bolsillo. Resolvió el brete con oficio y luego vino la exhibición a costa de Croacia, prueba del crecimiento que ha experimentado una propuesta engrasada por la visión de un técnico que ha ido introduciendo ajustes oportunos sobre la marcha.

También Francia pasó su pequeño calvario en los cuartos de final, sin olvidar que la semifinal no fue coser y cantar. Solventó con autoridad y cierto relajo la fase de grupos, tiró de seriedad para eliminar en octavos a la floja Polonia, pero el cruce con Inglaterra afloró sus debilidades. Un arbitraje que le benefició descaradamente y un penalti errado por Kane compensaron en el marcador lo que no supo plasmar en el desarrollo del encuentro. A nadie hubiese extrañado si ese día los chicos de Didier Deschamps se duchan, abandonan el estadio y montan en el autobús en dirección al aeropuerto. Luego, gestionaron sin relieve el reto de una Marruecos que le obligó en exceso y a ratos hasta le puso en evidencia.

Pero bueno, por muy favoritas que sean, las selecciones que logran jugar siete partidos no lo hacen paseando sobre una alfombra roja. Lo normal en cada Mundial, al menos en la era moderna, ha sido que los finalistas protagonicen algún episodio delicado. En el caso de los franceses, la pegada de Mbappé y Giroud, autores de nueve de los 13 goles, ha sido providencial. Aunque el primero, líder oficial del combinado, se ha movido en un registro intermitente. Está por ver si hoy su inspiración marca la diferencia. No será por falta de colaboración, pero lógicamente llama la atención que en las filas galas hayan merecido nota más alta el veterano ariete ya citado, Griezmann, Rabiot o Lloris. Ellos han asumido la responsabilidad de dotar al equipo de argumentos de fuste y atenuar así el negativo influjo de las ausencias de Mbappé o de la fragilidad que en ocasiones se ha detectado en la zaga.

Pese a lo apuntado, Francia en absoluto desmerece de Argentina. Más allá de la tarde que tenga Mbappé, que un poco como sucede con Messi, apenas necesita un par de intervenciones para orientar un resultado, se trata de un grupo muy poderoso en la faceta física y, no se olvide que la condición de vigente campeón no es producto de la suerte ni se compra en un mercadillo, aunque en Catar todo, lo que se ve y lo que no, lleva puesta la etiqueta con su precio correspondiente.