Fueron dos los motivos que me empujaron a escribir El Mar de los Renegados hará ya unos catorce años. El primero, fue descubrir un enfrentamiento naval ocurrido en el S. XIV entre una flota de comerciantes de puertos del Cantábrico y el ejército del rey Eduardo III de Inglaterra; el segundo, poder reivindicar las sociedades volcadas en la actividad comercial, como la vasca, frente a las tradicionalmente belicosas, más comerciales y atractivas a la hora de ser representadas literaria o cinematográficamente, caso de la vikinga o la espartana, pero condenadas a desaparecer en la práctica. Y el comercio nos lleva, lógicamente, al estudio del mercader medieval, una figura por lo general ignorada, cuando no despreciada, por suponerle un personaje avaro y taimado, siendo la realidad totalmente opuesta.

Si bien en la Plena Edad Media (siglos XI-XIII) se aprecia un auge de los intercambios comerciales, gracias a un periodo de paz y estabilidad que hizo posible el tránsito seguro de mercancías y la proliferación de mercados y ferias regulares, es en la Baja Edad Media cuando esta actividad registró un aumento sin precedentes. Los banqueros o prestamistas, la creación de sociedades marítimas, contratos, seguros, avances en técnicas de navegación y de construcción naval, sumados a ese orden social, hicieron posible un nuevo ecosistema que sacaría definitivamente a la sociedad del feudalismo y de la propia Edad Media como tradicionalmente se ha entendido. Y el principal responsable de esa metamorfosis, es el mercader. Ese hombre de naturaleza puramente urbana, instruido a la vez que aventurero, era mucho más que un tratante; alguien del que las malas lenguas decían que su único objetivo era comprar barato y vender caro. Al mercader bajomedieval se le exigía ser educado, pulcro, honrado, cuidarse de la gula y la ebriedad para evitar ser engañado en los tratos, poseer las virtudes ideales de juicio, sabiduría y discreción, e incluso carecer de defectos físicos. Debía saber de navegación, contabilidad y aritmética, estar al corriente de aranceles, tasas, aumento o bajada de los precios, demanda de las mercaderías a comprar, y tener pericia para saber escoger entre los mejores productos, siendo capaz de detectar cualquier manipulación o estafa. Faltar a la palabra dada suponía perder la buena fama en el gremio y casi la condición de mercader. Uno de sus lemas era Fe en el corazón, verdad en la lengua. Obra indispensable a este respecto es la de Jacques Le Goff: Mercaderes y banqueros en la Edad Media; la profusa bibliografía de los grandes Teófilo Guiard y Betsabé Caunedo del Potro; siendo muy recomendable también para el conocimiento del ámbito que nos ocupa, la publicación de José Luis Orella Unzué: Relaciones mercantiles vascas entre la Edad Media y el Renacimiento.

Pero una vez abandonado el puerto con el trato cerrado, el mercader se enfrentaba a numerosos peligros, tanto por parte de los elementos naturales como de su competencia o de los omnipresentes piratas. Y es que allí donde ha habido actividad comercial y, por lo tanto, riqueza, han proliferado oficios y servicios indirectos, pero también el delito. Los conflictos armados rodeaban al comercio marítimo como una constante trágica, y quiero aquí destacar un suceso prácticamente desconocido, que se encuentra en el Archivo General de Simancas (Signatura: RGS, LEG, 149209, 12) y que no me resistí a incluir anacrónicamente en mi novela. Se trata de un suceso ocurrido a fines del siglo XV, por el cual, un vecino de Villanueva de Oyarzun, llamado Antonio Pérez de Olaizola, liberó a una serie de marinos de tres villas costeras del Cantábrico. El tal Olaizola, según se consigna en dicho Archivo, armó a su costa una nao de doscientas cincuenta toneladas para seguir a unos piratas, al servicio del rey de Dinamarca, que habían apresado a numerosos navegantes y tomado tres de sus naves. Una era de Ondarroa, otra de Laredo y, la última, de Plasencia (Plentzia). Alcanzándolos cerca de la costa de Normandía y a riesgo de su vida, Olaizola y los suyos recuperaron las tres naves y liberaron a los marinos que iban en ellas encadenados, apoderándose además de las banderas danesas.

Por desgracia, ese caso con final feliz y venganza cobrada, fue una excepción ya que lo habitual era la perdida de mercaderías, naves, e incluso las propias vidas de los mareantes. Caso extremo y que incluyo también en mi novela como presentación de los personajes principales, lo tenemos en una Real Provisión dada en Medina del Campo a 9 de agosto de 1477. En esta carta, remitida por autoridades guipuzcoanas, se dice que cinco individuos, tres guipuzcoanos y dos vizcainos, entre los que se nombra a un tal Michel de Licola, de Orio, y a Inigo de Larea, de Asteasu, rogaron embarcar en un navío tripulado por treinta y tres hombres que partía de Londres rumbo a Gipuzkoa, ya que ellos decían ser naturales de esa tierra y deseaban regresar. Una vez a bordo, una tormenta los sorprendió en alta mar, y tras dos días de bregar con el oleaje, los marinos ingleses se echaron a dormir. Y estando así, dormidos, aquellos cinco vascos “degollaron a todos los dichos treynta e tres Yngleses e asy degollados dis que los lançaron en la mar” (Archivo General de Guipúzcoa, Sección 3ª, neg. 9, leg. 1).

Regresando al siglo XIV, si hay una obra fundamental para conocer los enfrentamientos y treguas dadas entre navegantes en el Golfo de Vizcaya en este periodo, ya fueran mercaderes o piratas, esa es la ingente recopilación de documentos publicada a principios del siglo XVIII por el historiador inglés Thomas Rymer, en la obra conocida como Rymer’s Foedera. A través de esta compilación tenemos noticias de enfrentamientos y treguas, principalmente entre navegantes de Bayona al servicio del rey de Inglaterra, y marinos y piratas de las villas costeras de Castilla. Los puertos vizcainos y guipuzcoanos, por el contrario, no mostraron la misma inquina que los cántabros hacia los navegantes bayoneses, ya que no vemos en ese tiempo a los marinos vascos involucrados en significativos actos de piratería, muertes ni saqueos. Resultan en este sentido esclarecedoras dos misivas del año 1317 que encontramos en el Rymer’s Foedera (tomo II, parte I, III 632). La primera, expedida por el rey castellano Alfonso XI en Carrión el 12 de abril, bajo el título: Quod homines de Biscay gravamur, propter delictum subditorum Regis Castella, manifestando al monarca inglés Eduardo II, que los súbditos de don Juan Díaz de Haro, señor de Vizcaya, no han tenido parte en los delitos de los súbditos de Castilla y “que los hombres de Bermeo y de Bilbao y de Plentzia y de Lekeitio no estarían obligados a dar satisfacción por el delito de nuestros vasallos…”. Igualmente, en la carta titulada: De Marcha non concedenda contra Gentes de Biscay, propter transgressiones Hispanorum, se afirma al rey de Inglaterra por parte de gentes de Bermeo, que esa y otras villas “del señorío y jurisdicción de la Señora María de Vizcaya” y los vizcainos, son amigos suyos y no pertenecen al reino de Castilla, “y se juzgan por diferente ley que las gentes de España y Vos les habéis concedido con anterioridad marcas contra las gentes del reino de España”. Se afirma además, de forma sorprendente, que “las gentes de Bermeo, y otras del Señorío de Vizcaya, han sufrido daño hace poco, por aquello de que en ningún tiempo consintieron ningún tributo que las gentes del reino de España estableciesen contra Vos y todas vuestras gentes; así han estado siempre, en tiempo de la guerra de Gascuña, respecto a Vos y a vuestras gentes, y han ayudado a vuestras gentes con vituallas y otras cosas, según sus posibilidades, cuando las gentes del reino de España estaban contra Vos y vuestras gentes, en ayuda del rey de Francia”.

En consecuencia, el rey Eduardo II dio orden general en Westminster, el 20 de noviembre de ese mismo año de 1317, para que los mercaderes de las villas vizcainas no fueran culpados ni se les molestara por las transgresiones de los súbditos del “rey de España”, a las que eran ajenos (Year books of Edward II, vol. 22, 11 Edward II, A.D. 1317-1318).

Pero ese estado de cosas no podía durar para siempre. En 1349, una flotilla de barcos procedente de Bayona con destino a Inglaterra, fue asaltada y destruida por marinos castellanos, seguramente bajo las órdenes del almirante genovés Egidio Bocanegra. Al año siguiente, el rey Eduardo III, herido en su orgullo y sabedor de que una gran flota comercial procedente de villas vascas y cántabras se hallaba en Flandes, planeó como venganza emboscarlos a su regreso a casa, desencadenando la que se recordará como la batalla naval de Winchelsea.

El mar, ya sea como lugar en el que hacer fortuna, abastecerse de alimento, vía de transporte u hogar de forajidos, de lo sobrenatural y de terrores atávicos, es el merecido protagonista de la primera parte de esta obra; pero, ¿qué sería una novela medieval sin conjuras palaciegas, batallas campales, traiciones nobiliarias y adulterio real? Eso es lo que también ofrece El Mar de los Renegados, y a raudales. Pues en esta novela se desgrana una de las mayores conspiraciones de la Baja Edad Media: la urdida entre los hermanos bastardos del rey Pedro I el Cruel para desposeerlo del trono. Una trama en la que los vizcainos se vieron envueltos por haber casado don Tello, uno de esos bastardos, con la heredera al Señorío, doña Isabel Díaz de Haro. Una historia que debía ser expuesta en toda su crudeza y de forma apasionada, pero siempre fiel a los principales hechos históricos reales. Confío en haberlo logrado.