LOS sentimientos de despedida del hombre, del amigo, se mezclan en estos momentos con el merecido reconocimiento a un artista realmente extraordinario como fue Vicente Larrea Gayarre.

Entre mis recuerdos de niñez y mocedad se encuentra fijada como una auténtica epifanía con el arte, la visita al estudio de Larrea de la calle Sendeja –que lo fuera antes de su padre–, lleno de estructuras de poliespán, blancas y monumentales como las del Partenón, que servían de modelo para las formas que poco después iban a fundirse en hierro, muchas de ellas, además, en aquellos años, en la Fundición Onena de Durango, mi pueblo.

Ese recuerdo se debe a que Vicente Larrea y Lourdes, fueron grandes amigos de mis padres y, con ellos, de nuestro añorado Jesús Astigarraga. No andaría este último muy lejos del encargo del maravilloso monumento a Kirikiño que creó Larrea para la entrada del cementerio de Mañaria, una de las esculturas más bellas de toda su carrera. A este grupo de amigos se debe también la invitación a organizar una de las primeras exposiciones importantes de Larrea, celebrada en las nuevas Salas Municipales de exposiciones de Ezkurdi en Durango en 1973. Más consciente fui de la relación que tuvo Vicente con mi padre en la etapa que compartieron en la Junta del Museo de Bellas Artes de Bilbao a comienzo de los años 80, cuando junto a Patrick Sota y Mari Puri Herrero, entre otros, le dieron literalmente la vuelta a la institución, diseñando un proyecto de modernización en el que nos seguimos inspirando aún hoy.

La relación de Vicente con el museo como artista está presidida también por la generosidad. La extraordinaria representación de su trabajo en nuestra colección se debe en buena parte a la donación que hizo bajo la dirección de su querido y no menos añorado Javier Viar. Obras de su periodo figurativo inicial, las experiencias sobre arte concreto a mediados de los 60 y el amplio y diverso desarrollo de su propuesta formal desde los 70 hasta la actualidad, muestran el conjunto de su tan singular como productiva carrera.

Una de las esculturas que realizó y que se sitúa delante de Euskalduna Jauregia.

Afortunadamente, para Vicente Larrea el museo, su museo, no es un lugar de cautiverio. Su trabajo se expresa con un sentido público gracias a sus numerosas e importantes intervenciones en espacios urbanos. De hecho, si salimos del museo podemos realizar muy cerca un recorrido por la ciudad encontrando ejemplos extraordinarios que ilustran los variados episodios de toda su trayectoria.

Pude despedirme del amigo y del artista visitando la última obra que salió de su estudio para ser fundida, Metamorfosis. Un grandioso bronce hermoseado por la pátina florentina tan de su gusto, que, como dice su nombre, cambiaba de semblante según la rodeabas. Estaba fatigado y dolorido pero conservaba una fuerza interior realmente admirable, una “terribilità” que me llevaba al temblor de aquellas formas que vi una mañana en la Sendeja.