Nada estaba en su sitio aquella mañana del 27 de agosto de 1983. Lluviosa también. Extraña para un agosto, incluso en aquel Bilbao gris que languidecía y se amuermaba por momentos a la sombra de lo que fue. Eran malos tiempos –crisis, paro, descontento social…– pero como siempre ocurre con cualquier tragedia que se precie de ser recordada, todo puede empeorar. Y así ocurrió después de aquellas trombas de agua que sumieron a Bizkaia –y a Bilbao en particular– en un serio aprieto; al borde incluso de la mismísima ruina económica.

Aquel episodio meteorológico único y extremo, del que ahora se conmemoran cuarenta años, se convirtió en una verdadera prueba de fuego para todos esos ayuntamientos que estaban casi sin estrenar, recién entrados en los entresijos de la democracia. Fue un auténtico salto de fe para aquellas generaciones de políticos que desde la Diputación Foral de Bizkaia y desde el Gobierno vasco tuvieron que mancharse de barro sus manos y sus trajes para conocer de primera mano cuáles eran las necesidades más urgentes de la ciudadanía, de los comerciantes y de la clase empresarial, esquilmada en un visto y no visto por la fuerza del agua.

Los materiales arrastrados por el agua se llevaron por delante todo lo que encontraron a su paso IÑAKI ANASAGASTI

En su trabajo a pie de calle se encontraron con miles de personas –héroes y heroínas anónimas de todo pelaje y condición social– que lejos de buscar la bronca y culpabilizar a los dirigentes del desastre que se adivinaba por doquier, levantaron sus cabezas para mirar más allá. Su rápida y ejemplar respuesta fue esencial para encarar la recuperación. Todas esas brigadas de voluntarios –se estima que fueron alrededor de cinco mil hombres y mujeres– se convirtieron, sin saberlo, en palancas de cambio. Nadie lamentó su suerte. No hubo tiempo. Y la consecuencia inmediata fue el rescate de la confianza y del empuje perdidos, pero años atrás.

El diluvio causó graves desperfectos en las carreteras a lo largo y ancho del territorio vizcaino JAVIER BALLEDOR

Fruto de aquel trabajo en común y para el bien común (auzolan) fue posible pasar página de esa tragedia antes incluso de lo previsto y hacerlo, además, asentando las bases para renacer de aquel amasijo de hierros, fango y piedras con un aire renovado. Bilbao y Bizkaia mudaron su piel después de aquella catástrofe y lo hicieron sin dejar de buscar a diario su reflejo en esa Ría que todo lo da y todo lo quita y que hace ahora cuatro décadas arrastró a todo un país a la deriva.

Reconstruir Bizkaia

Ejemplos de esa resurrección más de los imaginados, pero entre los que llaman la atención a simple vista, se cuentan el saneamiento de la propia Ría, la transformación de Abandoibarra y los nuevos planes urbanísticos para el Casco Viejo (incluidas las reformas del Teatro Arriaga y del Mercado de La Ribera) y otros barrios y distritos del botxo afectados. En Peñaskal se cambió la carretera y se levantaron las primeras promociones públicas de vivienda. En La Peña se desvió el cauce del Ibaizabal y se procedió a la canalización del arroyo Elguera, bravo como un río en los días de tormentas a su paso por Rekalde e Indautxu; y tareas de naturaleza similar fueron planeadas en otros puntos de los cauces que anegaron Laudio, Galdakao, Basauri, Ugao-Miraballes…

Después llegarían otros proyectos más ambiciosos –y cuestionados– como el metro y el Museo Guggenheim o la recuperación de Zorrotzaurre. Una metamorfosis urbanística que no hubiera sido posible sin dinero y sin otro factor de valor incalculable: el cambio de mentalidad de la ciudadanía y de esa clase empresarial reacia a cualquier cambio que significara una pérdida de poder, posición y nombre. Hace cuarenta años Bilbao y los grandes núcleos de Bizkaia se tambaleaban a causa de la desindustrialización y la apuesta por inclinar la balanza hacia el Sector Servicios en detrimento de la industria naval y la metalurgia –y derivadas– tuvo a sus negacionistas particulares.

Sin embargo, la puesta en marcha de aquellos proyectos estratégicos acabaron por despertar la ilusión de unos y otros. Y lo que fue más importante: dieron crédito a las instituciones. Esto es, se ganaron la confianza de la población y del empresariado. José Luis Robles, alcalde de Bilbao durante aquella transición social, fue el encargado de darle la vuelta al calcetín echando a rodar el nuevo Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) con la misión de ejecutar obras de mejora en todos y cada uno de los puntos del callejero de la villa afectados. Se trataba de espacios muy degradados por el paso del tiempo, sin intervenciones de mantenimiento o medidas de seguridad. Aquellas inundaciones fueron lo más parecido a tocar fondo y sirvieron para ver y comprender las carencias de la ciudad y el agotamiento de aquel modelo productivo.

‘Lluvia’ de ayuda

“Hace falta mucha ayuda”, telegrafiaba Luis Olarra, presidente de la Confederación General de Empresarios de Bizkaia, en cuanto las aguas regresaron a sus cauces y se empezó con el recuento de daños, las peticiones de ayuda, los despidos… Las instituciones tuvieron la valentía democrática de reconocer abiertamente y sin medias tintas que la cosa no pintaba nada bien sin trabajadores ni fábricas que pagaran sus impuestos. José María Makua, diputado general en 1983, declaraba en páginas de DEIA pocos días después del diluvio que “estamos dispuestos a arruinar a la Diputación para salvar a Bizkaia”.

No hizo falta llegar a tal extremo gracias al montonazo de ayudas, subvenciones, créditos a bajo interés, moratorias en el pago a la Seguridad Social y demás figuras tributarias y financieras que ‘apadrinó’ el Gobierno Vasco. Mario Fernández y Pedro Luis Uriarte fueron escogidos por el lehendakari Carlos Garaikoetxea para gestionar una salida ordenada a aquella auténtica catástrofe. Aquel Ejecutivo incipiente fue capaz de poner en marcha una batería de medidas (se registraron hasta 114) para que nadie se quedara atrás por culpa de los daños sufridos en aquel aguaducho que dejó 503 litros por metro cuadrado en 24 horas de los 813 que se apuntaron en el mes completo de agosto de 1983, según datos de Euskalmet.

En contra de la norma, las precipitaciones más importantes no cayeron en la cabecera de los ríos, sino en las cuencas bajas. Así ocurrió en el Casco Viejo, donde la aportación de agua de lluvia los días 26 y 27 de agosto se calcula que fue de 789.260 metros cúbicos. Este hecho empeoró el escenario ya que se trataba –y se trata– de zonas pobladas y con actividad comercial, empresarial e industrial. La riada no se llevó las fábricas, pero sí que inutilizó las maquinarias y destruyó los productos terminados y reservados así como las materias primas almacenadas.

Uriarte y Fernández encabezaron la delegación vasca que negoció las ayudas del Gobierno español. El socialista Felipe González –presidente en ese momento– había sobrevolado en helicóptero junto a Fernández las zonas cero de la tragedia y, según cuentan las crónicas de la época, hubo buena disposición en Moncloa. Una ocasión que fue debidamente aprovechada: una aportación de 120.000 millones de pesetas a la que sumar otros 40.000 millones de pesetas por cuenta de las instituciones vascas.

“Aquello fue posible gracias a que empezaban a contar con recursos tras la entrada en vigor del Concierto Económico”, acertaba a decir el propio Pedro Luis Uriarte en DEIA. Y un hecho excepcional como fueron aquellas inundaciones requirió de medidas excepcionales. Él fue precisamente quien propuso en el Parlamento vasco un proyecto de ley para establecer un recargo transitorio sobre el Impuesto de la Renta (IRPF) a pagar en 1984. Su objetivo fue que la ciudadanía –además de las ayudas estatales y de los recursos provenientes de las instituciones públicas vascas– colaborase personalmente en la reconstrucción de los graves estropicios provocados por las inundaciones.

Y es que le faltó poco a aquella tragedia de dimensiones bíblicas para derribar al coloso. La conmoción y la desolación por lo ocurrido adelantaron el final del verano y, sin pretenderlo, precedieron a una nueva era para Bizkaia. La devastación y los sinsabores vividos durante aquellos días de agosto se convirtieron en vías de escape a través de las cuales se canalizaron otros sentimientos con una importante carga transformadora: identidad , solidaridad, pertenencia, paz social, empeño… Resiliencia dirían los gurús de hoy día para describir a un pueblo que se levantó sin protestar y se puso pico y pala para volver a empezar de nuevo.

UN VIAJE EN EL TIEMPO

Las ‘fakes’ de hace 40 años fueron…

Dinamita, guitarras eléctricas. Eran otros tiempos. Distintos, aunque no tanto a los actuales, porque hace cuarenta años también había fake news. Las catástrofes son el caldo de cultivo propicio para que las noticias falsas se propaguen. Y no hacen falta medios tecnológicos de última generación para el contagio. Aquellos días de las inundaciones, por ejemplo, las noticias falsas estrella tuvieron como protagonistas a Bilbao, donde el puente de El Arenal sería dinamitado si los materiales arrastrados taponaban el paso; a Bermeo, que había desaparecido bajo las aguas, o a Getxo, donde se decía que los contenedores varados en Ereaga estaban llenos de pieles, joyas, cuadros y hasta guitarras...

El punto de partida

  • Un contexto de crisis. El diluvio que se desató en Bizkaia fue, valga la redundancia, la gota que colmó el vaso. El territorio arrastraba acuciantes problemas en un contexto en el que la industria pesada, la base de la econcomía vizcaina, arrastraba una profunda crisis de difícil solución.
  • Un futuro para Bizkaia. No obstante, la sociedad cicvil, el tejido empresarial y las instituciones se llenaron de fango para hasta las rodillas para construir la Bizkaia que conocen las generaciones más jóvenes.