en la década de los cincuenta Bilbao ignoraba la realidad que, literalmente, le rodeaba. Aunque los poblados de chabolas eran fácilmente visibles desde cualquier punto de la villa, sus habitantes vivían su día a día impertérritos, ajenos a las duras condiciones de vida en el “cinturón de la miseria”. Sin embargo, hubo un colectivo, (al menos parte de él), que estaba absolutamente escandalizado por la situación de los casi 5.000 chabolistas que (sobre)vivían diseminados por toda la villa. Este colectivo fue el de los sacerdotes jesuitas.

“Los jesuitas y las monjas, las damas apostólicas, nos ayudaron. Vinieron e hicieron un dispensario para ayudar a los niños y ponían las vacunas... Fue importante”, recalca Feli Carretero. Destaca, también, que contribuyeron a que la convivencia en el barrio fuera la mejor posible. “Ponían paz. Cuando había una discusión en el barrio se les llamaba. El primero que vino fue el padre Borri. Más tarde llegó David Armentia, que fue una eminencia”. Con el paso de los años este último abandonó el sacerdocio para casarse. La mayoría de los religiosos que contribuyeron a hacer de Uretamendi un lugar más habitable se definían por su marcada conciencia de clase. Eran, en definitiva, los llamados curas rojos del tardofranquismo y los primeros años de la transición. “Este –Armentia– hacía reuniones clandestinas, para informarnos de las injusticias; anunciar dónde había trabajo y para abrirnos los ojos a otro mundo que no conocíamos”, rememora Feli.

Además de la ayuda in situ, los religiosos hicieron uso de todos los medios que tenían a su alcance para denunciar las paupérrimas condiciones de los chabolistas. A través de la radio, los púlpitos de los templos o la prensa escrita, intentaron que toda una ciudad dejase de mirar para otro lado y encarase una realidad caracterizada por la crudeza. Así lo refleja el doctor Luis Bilbao Larrondo en un estudio publicado por el Ayuntamiento de Bilbao.

En este mismo texto Bilbao Larrondo también expone cómo a finales de la década de los cincuenta se produce un cambio de actitud en las promotoras inmobiliarias privadas, a las que dedica todo un capítulo. “A tenor de las denuncias de la iglesia y de ciertos medios de la prensa escrita, era un acto cuanto menos cuestionable: quienes más beneficios obtenían de obra barata inmigrante –los empresarios– ni habían cumplido con anteriores leyes que les obligaban a proporcionar viviendas a sus empleados, ni habían realizado actuaciones reseñables para resolver el déficit habitacional”, describe en el texto.

Es en este contexto cuando las chabolas comenzaron a ser progresivamente sustituidas por los bloques de viviendas que hoy se levantan en los barrios altos de Bilbao. “En un primer momento se construyó Otxarkoaga para solucionar esa demanda, pero fue insuficiente”, señaló el historiador Iñigo López Simón, autor de Este barrio de barro (Txalaparta, 2023), en una entrevista para DEIA. Explicó, además, que “la migración siguió” en los años siguientes y que, por eso, se “tuvieron que construir otros barrios como Rekaldeberri, Zorrotza o Uribarri”.

Los y las habitantes de las chabolas participaron de manera activa en todo ese proceso. Según Bilbao Larrondo, muchos aportaron hasta 300 horas de trabajo en la construcción de sus propias casas. “Muchas veces no se tenían las 300 pesetas que costaba la entrada al piso –recuerda Feli–. Por eso, algunos trabajaron haciendo zanjas o haciendo lo que les mandara el capataz”, expone. Así fue como donde antes solo había chabolas se levantó un barrio entero. Y sus habitantes se sienten orgullosos de haber sido los partícipes de sus nuevas casas.