Los vecinos de Uretamendi secuestraron un autobús en 1978. El rapto fue la manera más contundente que encontraron los y las habitantes de este barrio alto de Bilbao, situado en las faldas del monte Arraiz, a poca distancia de Rekalde, para reclamar una mejor conexión con la ciudad. “Los del Ayuntamiento decían que no podía subir por estas carreteras, ¡pero vaya si pudo!”, exclama Feli Carretero, una de las casi 3.000 personas que habitan en esta parte de la villa. Hoy, tres décadas después, el urbano cuenta con varias paradas diseminadas por la serpenteante carretera que conecta Uretamendi con Rekalde. Y es que el barrio ha cambiado (mucho) en los últimos treinta años. Por eso, DEIA ha querido repasar los 70 años de su historia con sus vecinos, que siempre se han definido por su carácter contestatario.

De hecho, en otra ocasión, por el mismo motivo, Uretamendi organizó una marcha hasta el consistorio cuyo protagonista indiscutible fue un burro. “Era el burro con el que se repartían los cancarros de leche por el barrio”, detalla Marian Álvaro antes de llevarse a los labios la taza de café que le han servido en el bar La Plaza, situado precisamente en la plaza central de Uretamendi.

A través de la protesta fue como los vecinos de este barrio lograron que la línea 27 ampliase su recorrido hasta allí y el colindante, Betolaza. De esta manera lograron la mayoría de los servicios de los que hoy disfrutan. Tanto Feli como Marian han sido testigos de todos estos avances. Ambas se trasladaron a las faldas del monte Arraiz en su infancia, en la década de los 50. En aquellos años Bilbao comenzó a erigirse como uno de los epicentros de la industria pesada del Estado. “Tenía ocho o nueve años cuando llegué aquí desde el Valle del Jerte (Cáceres)”, detalla Feli.

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En imágenes: el pasado de Uretamendi Floren Carrón

Corría el año 1955 y, como ella, miles de personas procedentes de Extremadura, Galicia, Castilla y León o Andalucía emigraron en masa a la villa. En muchas ocasiones, huyendo de la precariedad y el hambre. La ciudad aseguraba un puesto de trabajo en las minas, las fábricas o el puerto. Pero solo eso. No había viviendas para acoger a todas las personas que se bajaban del tren con una maleta de madera, (o de cartón, en no pocas ocasiones), como única pertenencia. Por eso, en los montes que cercan la villa proliferaron cientos de miles de chabolas. Feli y Marian, de 75 y 70 años, vivieron esa realidad. “Las condiciones de vida eran durísimas –recuerda Feli– no teníamos nada, pero éramos felices”, subraya. Señala que la chabola en la que vivían carecía de luz y agua. “Cuando veo los reportajes sobre el tercer mundo en la tele pienso que yo he vivido así”, asegura.

Casi 5.000 chabolas

En esa misma situación vivían a finales de la década de los cincuenta 26.314 chabolistas en 4.987 chabolas diseminadas por todo Bilbao.

Estos son solo algunos de los datos recopilados por el urbanista Luis Bilbao Larrondo en el estudio El Poblado Dirigido de Otxarkoaga: Del Plan de Urgencia Social de Bizkaia al Primer Plan de Desarrollo Económico. Este mismo texto también señala que estas construcciones se caracterizaron por no tener una licencia municipal “ni una capacidad mínima de habitación” y, además, por carecer de servicios sanitarios. Por ello, en los poblados de chabolas como el de Uretamendi proliferaron enfermedades como las fiebres tifoideas. Los ataques de las ratas también eran sucesos cotidianos, y sobre todo afectaron a los bebés y a los niños. “A mi cuñada le mordió una rata, y todavía tiene una marca en la mejilla”, destaca Marian. Añade que las mujeres enfrentaron acuciantes problemas para tener un mínimo de higiene femenina. Muchas, además, ni siquiera sabían qué era la regla hasta que esta aparecía por primera vez. “Estaba ahí, cerca de donde ahora está la parroquia, cuando me vino por primera vez. ¡Ay!, ¡cómo lloraba! No tenía ni idea de lo que me estaba pasando”, rememora.

Ahora resulta extraño imaginar ese escenario en un barrio en el que una amplia farmacia vende todo tipo de productos de higiene y medicinas. En un barrio dotado de servicios de basuras, constantemente higienizado por los operarios de limpieza. Tomás González del Monte charla animadamente con uno de ellos mientras barre algunas hojas de la carretera. Él también conoce qué implica vivir en una infravivienda. Tiene casi 58 años (los cumplirá en julio), y ha vivido en Peñascal, otra barriada de la villa. Hace siete décadas también estaba repleta de chabolas. Hasta allí se trasladaron él y sus padres desde Salamanca siguiendo la estela de muchos de sus vecinos. Ahora, es un vecino más de Uretamendi y está perfectamente integrado en la comunidad.

Cambios en el barrio

“Estos barrios han cambiado mucho, pero todos los servicios los hemos conseguido nosotros, peleando”, destaca. Lo que permanece, a pesar de los años, son las tupidas redes de apoyo y afecto que comenzaron a tejerse cuando Peñascal y Uretamendi no eran nada. “Nos conocemos todos entre todos y hay cariño y aprecio. Estamos muy unidos”, destaca Tomás. Esa unión se ha fortalecido notablemente en los últimos años, marcados por una pandemia y una grave crisis económica. “Se ha notado mucho en el barrio. Se han cerrado muchos bares y la gente lo ha pasado muy mal”, reconoce. Precisamente por esa razón, Uretamendi habilitó un puesto en la plaza para repartir comida entre las personas que estaban en riesgo de exclusión social. Marian y Feli, no obstante, creen que estas redes de apoyo se han deshilachado. “Ahora todo el mundo es mucho más individualista. Antes dejábamos la puerta abierta, entrábamos en las casas de los vecinos, nos ayudábamos... Todo eso, se ha perdido”, lamenta Marian.

Así las cosas, algunos defienden que Uretamendi continúa siendo un barrio en el que prima la solidaridad y el apoyo mutuo. Otras, en cambio, que esos valores han sido segados por la hoz del egoísmo. Diferencias aparte, lo que todos comparten es el orgullo por haber construido un barrio, literalmente, del más absoluto de los vacíos.