pREVALECE en la sociedad la imagen sobre la prisión de “quien la hace la paga”. No es frecuente cuestionarse el modelo penitenciario y la pena privativa de libertad desde el objetivo legal principal de la reinserción; en este y en gran parte de los sistemas penitenciarios.

El Código Penal de 1995 incorpora la pena de prisión orientada a la reeducación y reinserción social del condenado tal y como establece uno de los principios fundamentales de la Constitución. Lo cierto es que el tema legal ha ido derivando hacia el endurecimiento penal hasta convertir la reclusión en una cadena perpetua encubierta (Ley Orgánica 7/2003), con un límite de 30 años de pena máxima de reclusión en un centro penitenciario para el condenado por varios delitos de los denominados graves.

La reforma del Código (LO 1/2015) instaura la llamada pena de prisión revisable. El condenado a dicha pena pasará encerrado un mínimo de 25 a 35 años. Tras dicho periodo se valorará su pronóstico de reinserción. Si es no favorable, seguirá recluido hasta una nueva evaluación a los 2 años, como mínimo. La conclusión principal es que estamos lejos de contar con las mejores herramientas legales para lograr la reinserción. Hay que añadirle la escasa pedagogía social para que la justicia cale en la concepción de lo que debe ser la pena. Si todo gira en torno a los sentimientos viscerales del castigo y el encierro del condenado (cuanto mayor, mejor), esto se parece más a la venganza que a la justicia.

En general, no queremos hablar de la cárcel, y menos hacerlo con tantos miramientos, “que parece que algunos reclusos viven en un hotel en lugar de una cárcel”. Olvidamos que la mayoría de quienes cumplen condenas de prisión provienen de ambientes marcados por la pobreza y la exclusión social, y que son pocos los penados en prisión por delitos económicos… Lo cierto es que el encierro carcelario por tiempo superior a 5 años acarrea un deterioro personal físico, psicológico y emocional, en medio de un entorno hostil y forzosamente represor que potencia el individualismo y las tensiones relacionales.

Si la reinserción es lo esencial, no parece lo mejor para lograrla la actual estructura carcelaria, más propia de otros tiempos. Curiosamente, cuanto más se utiliza el régimen de un retorno progresivo a la comunidad, la tasa de reincidencia disminuye. Ocurre lo mismo con los que obtienen el tercer grado o la libertad condicional. El problema mayor está en quienes necesitan más esfuerzos para su reinserción, en los que peor lo tienen y presentan una mayor degradación personal. No olvidemos la dificultad añadida cuando fuera de la prisión no tienen un lugar estable donde ir a vivir, sin posibilidades de encontrar trabajo en medio de un medio social degradado, o tienen problemas psiquiátricos, adiciones, o desarraigo acusado en el caso de algunos inmigrantes. Pero curiosamente, estos últimos, los inmigrantes, son minoría en las prisiones contra el criterio imperante de que inmigración y delito van casi de la mano.

También preocupa que haya presos con algunas patologías sin la posibilidad de un centro especializado para el cumplimiento de la pena. En definitiva, ¿debemos mantener las prisiones tal y como están ahora? Los cambios habidos a mejor son parches insuficientes. Quiero recordar que las tasas de encarcelamiento en el Estado son muy elevadas en comparación con las de la Unión Europea, a pesar de que la tasa de criminalidad se sitúa en una franja baja. Esta contradicción es por el endurecimiento de la ley penal al que me refería al principio, tantas veces a consecuencia de una fuerte presión social y mediática injustificada y llena de prejuicios que dificulta la reinserción.

Se abusa de la prisión preventiva y no se utiliza la pena en suspenso para permisos más largos (el máximo legal son 7 días). Tampoco los regímenes cerrados ayudan como sí lo hacen las penas alternativas a la prisión para delitos no muy graves. ¿Qué eficacia tiene una pena de 40 años de prisión? ¿Cómo abrir caminos a las segundas oportunidades? Parece imprescindible incrementar la justicia restaurativa como complemento de la justicia penal, con beneficios claros incluso para las víctimas al centrarse en el daño causado más que en el delito.

Hemos olvidado que las expectativas de los demás pueden influir en el comportamiento de una persona. Si tratamos a los reclusos como criminales sin esperanza, es más probable que se comporten de esa manera. En cambio, si se les trata con humanidad y se les ofrece apoyo en su proceso de cambio, es más probable que busquen la rehabilitación y la reinserción. Si un recluso se ve a sí mismo como alguien incapaz de cambiar o mejorar, es menos probable que busque oportunidades de rehabilitación. El estímulo es decisivo para activar resortes a la humanidad dormida. Algunos y algunas, en ello estamos. l

Miembro de Pastoral penitenciaria de Bizkaia