LA víspera había acabado mi segundo Retorno a Brideshead sin que Evelyn Waugh lograra concluir el esbozo de Lady Julia y su secreto encanto que, con tanta pasión, había comenzado a pincel Charles. Leer por segunda vez una novela que te había gustado es correr un gran riesgo. Lo mismo pasa con una película. Noche siguiente, a su hora, me enciende el teléfono desde Pamplona un gran amigo: “Estoy entusiasmado con lo bien que describe el paisaje, las costumbres, el carácter, la vida, todo lo referente al pueblo vasco, Pierre Loti, en la novela que lleva tu nombre”. “Sí, la leí hace mucho. También a mí me gustó?”.
En cuanto acabamos, no pude resistir. Recorrí los anaqueles de literatura y di con ella: Ramuncho. Un libro pequeño y no llega a las 300 páginas. En la primera página en blanco, a pluma: “A Ramontxu, en tu Primera Comunión, tu tío y padrino con todo cariño, Diego. 20 abril, 1927”. Me faltaban varios meses para cumplir 7. “Sí, me dije: el tío Diego de Amézaga”. Con el librito en la mano, me quedé pensativo. ¿Recordaba algo? Sí. Me dejó muy triste. Todo le salió mal a Ramuncho. Sólo triunfó como pelotari. Ya entonces pensé: ¿Por qué me lo regalaría el tío Diego, con los libros bonitos que hay? Y me dormí, mientras lo hojeaba, recordando? Pero ¿qué habría entendido yo de todo aquello a mis seis años?
Coincidió que al día siguiente no tenía que impartir clases ni por la mañana ni por la tarde. Me impuse un trabajo metódico. Nuestro padre me había enseñado a “leer con lápiz”. “Si encuentras una palabra cuyo significado ignoras, le marcas un puntito, la buscas en el diccionario y él te aclarará. Si algún punto te llamara la atención por algo, vuelve a leerlo despacio. Si aún persiste, marca en el margen una línea suave y ponte a pensar qué es lo que te sorprende, por qué, qué razones se te ocurren a favor y en contra y cosas a así?”. Así, página por página, fui encontrando palabras con ese punto, y los párrafos marcados al margen.
Las palabras no eran demasiadas: henares, gencianas, gonfalones, equinoccio, escrúpulos religiosos, digitales rosados y alguna más.
Primer margen señalado: “Ramuncho adoraba su tierra vasca. Y aquella mañana este amor penetraba más que nunca en lo profundo de sí mismo. En el curso de su vida, durante las ausencias, el recuerdo de estos retornos deliciosos a la hora del alba, después de las noches de contrabando, esta tierra debía causarle indefinidas y angustiosas nostalgias”. ¿Qué me llamaría la atención en este párrafo, a mí, un niño de seis años? ¿Amaba ya entonces a la tierra vasca, cuando no conocía otra ni me había ausentado de ella -como no fuese durante las horas del sueño-, y sentir un amor más profundo al despertar cada día y contemplarla más preciosa con la luz recién estrenada del alba? ¿ O me identificaba ya entonces con el protagonista de tal modo que sus sentimientos de amor fueran a la vez los míos? ¿Tan poco habré evolucionado en todos estos años? Pero ¿por qué este amor profundo habría de causarme indefinidas y, menos aún, angustiosas nostalgias? Si con sólo escribir estas líneas reviven en mi alma aquellos amaneceres que me hacían saltar de la txabola del Gorla o de la tienda de campaña en Aralar para contemplar y convivir el despertar de la naturaleza revistiéndose de la hierba y hayas de ayer en los campos y montes, pero recién pintados con colores vivos luminosos. ¡Nada de angustias! Nostalgias, sí; de algo indefinido en mi interior, sí. Angustiosas, ¡no!
“En torno de la casa aislada -otro párrafo señalado-, en la que el gran silencio de medianoche, el espíritu de los antepasados vascos flotaba sombrío y también vigilante, temeroso de las impiedades de los cambios, de las evoluciones de las razas. Aunque los vascos viven el ahora presente, pierden todos un poco de su personalidad efímera para relacionarse mejor con sus muertos?”.
¿Por qué habría destacado este párrafo a mis seis años, cuando probablemente no tenía idea ni experiencia de muerte alguna? Casi con seguridad, porque no había entendido nada y menos aún para explicar, no sólo “la duración indefinida de lo que se llama raza”, sino también la irónica convivencia de las tradiciones perdurables con los mayores adelantos de última generación.
Fue poco más tarde cuando empecé a vivir y a entender ese misterio, recorriendo las sierras de Urbasa, Andia, Aralar, Salvada? con compañeros y, a la vez, en medio de un grupo de antepasados, de carboneros, pastores, baserritarras y etxekoandres, tan reales como aquellos. Fueron éstos los que a través de selvas seculares abrieron y apisonaron con sus frágiles abarcas estos mismos centenarios caminos apremiados por necesidades vitales tan distintas de nuestros placenteros paseos. Ahí está la fuente de mis emociones cuando escucho el juramento: “?de pie sobre la tierra vasca, en recuerdo de nuestros antepasados?”, desde aquel 7 de octubre de 1936.
Son tantos los párrafos marcados por mí a los seis años que decido, noventa años después, releer de un tirón toda la novela y lo hago en el último fin de semana de muy mal tiempo. Y, como hago siempre, antes me informo por experiencia de la vida de su autor.
Así me entero de que Louis Julien Viaud (Rochefort, 1850) inició estudios eclesiásticos para ser misionero protestante en el Extremo Oriente. Los abandonó y, dudando entre la pintura y la música, su afán viajero le impulsó a la Marina Francesa. Como capitán de navío recorrió varias veces el mundo, lo que le dio material para muchos relatos y novelas que publicó como Pierre Loti (rosa en tahitiano). Tras una crisis sentimental en Constantinopla, 1872, ingresa en la Trapa de Briquete. Casado en 1876, Virgine, esposa del polifacético y benemérito Antoine d’Abbadie, le inicia en el conocimiento del País Vasco, 1981, que le fascina hasta hacerle uno más con boina y makila. En 1893 se relaciona con Crucita Gainza, con quien tiene tres hijos, el primero, Raimond Gainza, Ramuncho, el niño pelotari, contrabandista, enamorado, con la afrenta de “no tener padre”.
Su verdadero padre natural y literario ha escrito mucho más que una novela de tema vasco, quizá la que mejor evoca y describe, de forma sencilla y encantadora, el paisaje -“todo lo que veía desde su casa era verde”-, las costumbres, la vida, el alma toda del pueblo vasco; ese pueblo que le atrae, acoge y hace suyo. Desde 1921, Loti vive retirado en su castillo de Rochefort. Sintiendo ya cercana la muerte, el 5 de junio de 1923, hace que le trasladen a su residencia y jardín de Hendaia, donde muere cinco días después.
Veintiocho años antes, 1895, a su regreso de Tierra Santa, que le dio material para tres obras publicadas ese mismo año -Le désert, Jerusalem, La Galilée- pero no le hizo recobrar su fe como esperaba. Sin embargo, le nació su primer hijo ilegítimo, Raimond Gainza, apellido de la madre.
Retirado Loti en Ascain (Iparralde), escribe con inspiración fecunda y presurosa la historia de Ramuncho, de modo que para noviembre del 96, ya disfruta de ella Virgine d’Abbadie: “Homenaje de respeto afectuoso”.
Ramuncho, apenas salido de la adolescencia, ya es lo suficientemente fuerte para enrolarse en el grupo de Ichua y el peligroso y socorrido oficio de contrabandistas. De noche, con lluvia muchas veces, grandes pesos, arriesgando por lo menos la enfermedad, la cárcel y la propia vida, si los carabineros cómplices les traicionaran. Pero tienen que sobrevivir su abandonada madre y él, “sin padre”. Y así noche tras noche.
Sólo los domingos, después de las vísperas -una vez arreglados los partidos de pelota vasca- “es un semidiós en aquel momento Ramuncho. Ha ganado. Todos están orgullosos de conocerle, de ser sus amigos, de hablarle, de tocarle”.
Pero cuando queda un poco solo recorre la vista y los dos se encuentran, y quedan para la noche, como todas las noches, ella en la ventana baja de su casa, y él en el banco pétreo de fuera. “Qué pueden decirse para hablar tanto y tan seguido, y de pronto silencios largos y pequeños ruidos? Él algo infantil que no llega a tener sentido? a menos que sea el himno eterno y maravilloso para el cual únicamente ha sido creado el lenguaje de los hombres a cuyo lado todo es vacío, vano, miserable”. Y cuando callaban “era el beso de los amantes, el beso de los labios a los que ya no tenían fuerza para renunciar y prolongaban, aunque fuera un poco carnal, les dominaba esa ternura absoluta, única, infinita, por la que se elevan y dignifican todas las cosas?; y esta ternura, la verdadera, la profunda ternura, crecía aún alimentada en Graciosa por la idea de que Ramuncho era menos afortunado en la vida que ella no habiendo tenido padre”. Y con todo, “el despertar de Ramuncho se impregnaba de paz y de húmeda serenidad?; este despertar de prometido estaba lleno de alegría por la seguridad de volver a encontrar a Graciosa a la noche a la hora de las citas convenidas? Tan pronto abría los ojos al alba tenía la impresión de un misterio y de un encanto inmenso”.
Es el clímax de Ramuncho. Pero le llega la envidiosa e implacable mili. Tres años decisivos. Loti ha pensado ya en el final. Él abandonó a su hijo natural Raimond y no se arrepiente con el literario Ramuncho. De vuelta a Echezar, aún antes de llegar a su casa, Florentino ha sido cruel; se lo ha contado todo: su madre moribunda; Graciosa, su prometida, monja en un convento. Mientras Loti escribía en Casa Otharre de Ascain, el dueño le había hablado de su hermana: tras una fallida historia de amor había buscado olvido y alivio en un convento.
Ramuncho encuentra a su madre por primera vez “vieja”; por primera vez descubre sus “arrugas “y sus “canas”; por primera y última vez se le muere mientras entre lágrimas la besa? Y, llegada la noche, se encontró completamente sólo, sin madre y su futura esposa en un convento. Recobrar a Graciosa es la única ocasión de salvar literariamente a Ramuncho, a quien Loti ha transmitido su increencia. Y éste, en el momento supremo de su vida, ante el vacío de las religiones y la inexistencia de los dioses, puesto que después no hay nada, a él, el pelotari engreído y retador, el audaz contrabandista, le bastará un momento para llevársela a su casa como habían acordado. Nada le detendrá. Pero ya la tiene delante y no se atreve a besarla, no se atreve a tocarle la mano, ni a mirarle a los ojos, ni a despedirse. No contaba con su timidez de vasco ante la mujer, los retos de escrúpulos religiosos heredados? Y ¿la gélida impasibilidad de Gachucha, cuyos “pensamientos volvían constantemente a él y todavía más la ternura, la verdadera, la profunda ternura?, la que resiste a las desilusiones de la carne, crecía aún más por la idea de que Ramuncho era menos afortunado que ella no habiendo tenido padre?” ¿Acaso la naturaleza se ha reído de todos nosotros haciéndonos seres pensantes, soñadores, esperanzados, creyentes, capaces de un amor hasta la ternura infinita de las lágrimas, siendo todo sólo autoengaño sin valor ni verdad? Porque el único problema es la muerte.
Para mi sorpresa compruebo que también los párrafos transcritos en esta segunda lectura estaban marcados ya hace 90 años. ¿Qué pude vislumbrar en ellos sino amor, nostalgia, ternura?? A los seis años, y 90 años después, Ramontxu ha sufrido mucho por Ramuncho.