EL cardenal Rouco Varela ha anunciado la beatificación de "unos quinientos" mártires más de la Iglesia de España, asesinados durante la guerra incivil derivada de la rebelión militar, en julio de 1936. Lo afirmó el 18 de abril en la inauguración de la centésima primera Asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española (CEE). El acto se celebrará el 13 de octubre próximo en Tarragona.

El cardenal reconoce que ya han sido canonizados o beatificados otros mil asesinados en las mismas circunstancias bélicas. El cardenal no menciona a los causantes de tales muertes. Se da por hecho que fueron los del bando contrario a la rebelión y al ejército de Franco. Supone el cardenal en su discurso que estos mártires "son un estímulo muy valioso para una profesión de fe íntegra y valerosa. También son grandes intercesores" y "un hito importante del Año de la Fe, cuando este ya se vaya acercando a su fin".

Lo primero está comprobado. Ya antes del 2007, en diez ceremonias distintas, fueron beatificados 471. En octubre de ese año, se abrió el grifo y, de un solo chorro, quedaron beatificados 498 mártires. J. A. Martínez Camino, portavoz de la CEE, afirmó: "Los mártires, que murieron perdonando, son el mejor aliento para que todos fomentemos el espíritu de reconciliación". Y, el obispo de Tarazona, Demetrio Fernández, que "se les pidió renunciar a la fe y ellos se mantuvieron firmes en esa fe y su amor a Cristo". Me pregunto quién recogió esos datos y quién los comprobó.

Ya entonces, Manuel Montero y Julio Casanova, catedráticos de Historia Contemporánea, en la UPV y en la Universidad de Zaragoza, respectivamente, respondieron en sendos artículos el 6 de mayo y el 26 de junio, en El País. También yo redacté unas líneas para DEIA. Al día siguiente del discurso del cardenal Rouco, es decir, el viernes 19 de abril, Juan G. Bedoya publicó otro artículo en El País.

Estos autores coinciden en un punto: echan en cara a la CEE que, cuando el Gobierno español por aquellos años, 2006-2007, planeaba y debatía recuperar la Memoria Histórica de todos aquellos crímenes salvajes de uno y otro lado, con vistas a una ley que recordara también a los asesinados por los franquistas, ella, la CEE, se opuso de uñas y dientes "por ser un riesgo evidente de tensiones, discriminaciones y alteraciones de una tranquila convivencia". También se opuso a que el Congreso democrático organizara un reconocimiento público y solemne a las víctimas del franquismo. Eso era "reabrir heridas". Por el contrario, cuando ella honra a sus llamados mártires, beatificándolos, no abre heridas, "estimula a la reconciliación y convivencia". Honor para unos, silencio y humillación para otros.

Líbreme Dios de pensar siquiera que los sacerdotes vascos, asesinados a sangre fría por los insultantemente autoproclamados "cruzados", pudieran ser "mártires de su fe y amor a Cristo". Esos fueron sentenciados por un tribunal militar rebelde y ejecutados por contrarios peligrosos al glorioso Movimiento Nacional rebelde, antidemocrático y dictatorial, pero nacionalmente católico, contra la masonería y sus congéneres, como el separatismo. En el fondo, también les mataron por sacerdotes. Eran conscientes de que, al menos en buena parte de Europa y América, aquel escaparate religioso de Cruzada -cruz y espada- se les venía abajo porque un pueblo muy mayoritario y singularmente católico entonces, atacado por los franquistas, defendió hasta el fin su régimen autonómico. Y dejaron de matar curas vascos no por razón ni justicia sino por política, porque era contraproducente. Estos sacerdotes vascos no han tenido más respaldo ni más justicia y honor que el tardío de su obispo, Mateo Múgica, en Imperativos de mi conciencia; la misa que los obispos de la CAV les ofrecieron en 2009 y el silencioso e íntimo de su pueblo. Lo mismo que otros sacerdotes y más numerosos laicos que son mártires, testigos, de la libertad y amor a su pueblo vasco.

Muy alegremente, a mi juicio, considera la CEE a los clérigos y laicos asesinados por los desmanes del bando perdedor "mártires de la fe". Tengo admiración por la callada, paciente y meticulosa labor crítica de los bolandistas, ese grupo de historiadores jesuitas belgas, dedicados a depurar el santoral y los textos y relatos hagiográficos, eliminando nombres, excrecencias legendarias y falsedades. Me imagino lo que tendrían que sudar si les cayeran los mil quinientos "mártires" de la CEE.

Porque, en una simple y pura rebelión militar contra un Gobierno legítimo, que deriva en una guerra civil -que no en ese monstruo "guerra de religión" -, una guerra de carácter político-social -aunque algunos ingenua o intencionadamente quisieran añadirle un tinte religioso-, una guerra en que los desmanes y crímenes increíbles son cometidos por ambas partes, el clero, sobre todo aquel clero, salvo raras excepciones, caía del lado político-social considerado de las derechas, de los rebeldes a la II República, traída y apoyada sobre todo por la izquierda. Para los más extremistas y fanáticos e ignorantes de este lado, el clero representaba, era, el grado último del conservadurismo opresor. La fe ¿tenía algún significado para ellos? ¿Veían en ella al enemigo? Al fin y al cabo, no soy ni historiador ni bolandista. Pero ¿afirmar martirios en una guerra civil? Yo no. Y menos a miles. Dios lo sabe.

No tengo por qué dar explicaciones sobre mí mismo, pero tampoco me da empacho confesar que nunca he sido aficionado a beatificaciones, etc... Sobre todo con los años, cada vez voy más ligero de equipaje. Apenas ya si aguanto una cartera de mano. No dudo que muchos estarán encantados en Tarragona con otros 500 intercesores más, sobre los otros mil, y los miles del santoral, aun expurgado. Lo que yo opino es que ni estos 500 ni los mil anteriores ni los que vengan, están frenando esta marea viva y galopante de descristianización, de increencia, de pasiva indiferencia de esta sociedad para casi todo, menos dinero, bienestar y fútbol, a pesar de la crisis. Los mártires suenan a otra galaxia. Algo más tendrá que idear la CEE si quiere no solo contener el dulce mareo de dejarse arrastrar por la marea, sino recuperar y fertilizar el terreno ganado y salado por el mar.

Pese a todo, reconozco que el catolicismo insiste, como algo muy suyo, en lo de beatos y santos como si ya no fueran suficientes "los de siempre". El ABC del 24 abril saluda la canonización para otoño de Juan Pablo II, una vez admitido su segundo milagro. Me ha llamado más la atención que Francisco, Papa, según DEIA del mismo día, "ha desbloqueado el proceso de beatificación del arzobispo Romero", asesinado en plena misa en San Salvador, en 1980. La Santa Sede "lo había paralizado en 1997". ¿Por qué? El Salvador, Centro América, vivió unos años muy revueltos de represión gubernamental y sus temidos escuadrones de la muerte. El triunfo del Sandinismo (1979), en la vecina Nicaragua, incitó a diferentes guerrillas a formar el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional. 1980 fue trágico para la Iglesia católica, que parecía haberse posicionado peligrosamente. Su arzobispo, Romero, era una persona sencilla y sincera. Profesor anteriormente en el Seminario Central, era de un obediente conservadurismo. En contacto más tarde con la realidad, apostó por la justicia, contra la pobreza y opresión. Un comando de extrema derecha, apoyado por los militares, le asesinó de un tiro en plena misa, en su catedral, un día de fiesta. Su proceso en marcha fue paralizado por la Santa Sede en 1997. ¿Por qué? ¿No creyó en su martirio porque las derechas habían sido tradicionalmente católicas? ¿O temió dar alas con su beatificación a una Teología de la Liberación que no gustaba a Juan Pablo II?

Decididamente, no soy aficionado a beatificaciones. Sin embargo, cada uno convive con sus propias contradicciones. Y en esta Universidad de Deusto veneramos a un beato de la casa, su portero 41 años, Hermano jesuita, Francisco Gárate. Le conocí a mis 8 años. Vinimos con nuestro padre a contemplar el nacimiento que montaba en Navidad. Después, el hermano Gárate, Finuras, nos obsequió. Fue beatificado en 1985 por Juan Pablo II.

Es una promesa no cumplida Me prometí a mí mismo escribir un librito sobre los hermanos jesuitas vascos. Son la inmensa mayoría que he conocido y con quienes he convivido a lo largo de 75 años. Deseo que canonicen al hermano Gárate, para ver en él a todos los demás y evitarles los farragosos procesos. Porque han sido y son -quedan solo unas últimas muestras- una casta. Los he encontrado en mil sitios, porque fueron legión. En París, en Roma en tres o cuatro casas, en toda Centro América, en Venezuela, en Cuzco, en Jerusalén? siempre cabales, íntegros, trabajadores, listos, discretos, afables, en su puesto, fieles, con ese humor y cierta socarronería del campesino vasco. Ha habido porteros, carpinteros, herreros, hortelanos, jardineros, cocineros, enfermeros, constructores de colegios, seminarios y universidades de Centro América. Managua, una gran plaza, en el terremoto de 1979, se vino toda abajo, menos la residencia e iglesia de los jesuitas, construidas por el hermano Gogorza. Tenía una promesa y una deuda. ¡Tantos años haciéndonos la vida más agradable! Un servicio desinteresado con amor. No es este el librito. Sólo unas líneas. Pero sinceras, fuera del contexto del tema, pero no del corazón.