Las líneas rojas
NO, no se confundan. No pretendo ocuparme de la educación, la sanidad o los servicios sociales, ni dar más pábulo al mantra político ese de que no se puede recortar gasto en estos terrenos, que es, a lo que parece, la única aportación que unos cuantos de los políticos de nuestro país están dispuestos a ofrecernos a cambio del sueldo que cobran. Pretendo ocuparme, siquiera en este artículo, de otras cuestiones.
Tal vez convengan conmigo, incluso sin necesidad de haber leído a Rousseau o de compartir sus planteamientos, en que el Estado Social y Democrático de Derecho (ese del que presuntamente gozamos según la Constitución) descansa sobre una especie de contrato implícito entre gobernantes y gobernados en el que se asumen determinadas obligaciones (la de respetar las normas, destacadamente) junto a -a cambio de- hacer posible una serie correlativa de derechos. No quiero decir que ese contrato no se haya hecho explícito en multitud de leyes y disposiciones de variada índole, sino que habida cuenta de que las mayorías absolutas y una determinada concepción de la razón de Estado permiten reinterpretar (ustedes me entienden) cualquier clase de compromisos asumidos previamente ante una justicia, en sus niveles más elevados, lenta y condescendiente y a la que, por si acaso, también se ata de manos, nos situaremos en el análisis en un plano previo.
Al grano; pretendo convencerles de que ese contrato implícito tiene unas líneas rojas cuya vulneración puede deslegitimar gravemente las instituciones públicas y a quienes las representan y contribuir a un cierto desorden o caos social si otras personas o grupos imitan esa irresponsable conducta. Y de que el fenómeno, además, se está produciendo ya, sea por voluntad decidida, por pasividad negligente o por inconsciencia imperdonable de los escogidos para adoptar decisiones.
Pueden algunos tener la tentación de escudarse en ese despreocupado cinismo inherente a la actitud que muchos padres mantienen con sus hijos, eso de que esto lo hago yo pero está mal hijo, no es para que tú lo hagas. Especialmente, si pretendemos ampararnos en el interés general y lo identificamos con el de entidades privadas como bancos (sistémicos o menos sistémicos), utilities o grandes empresas en general. Pero si el interés general demanda un trato privilegiadamente benévolo a estos sujetos y ello justifica que la administración pública se salte algunas líneas rojas, se preguntarán ustedes conmigo por qué no es posible que estas mismas compañías lo hagan por su cuenta, sin necesidad del intermediario público.
Por poner un solo ejemplo, que acaso le acerque a alguien a aquello de lo que pretendo hablar, si los gobiernos pueden incumplir contratos y acuerdos de todo tipo para buscar dinero con el que auxiliar a determinadas entidades financieras ¿por qué no iban a poder estas incumplir sus propios compromisos (con depositantes, clientes, proveedores...) ayudándose a sí mismas evitándole al Gobierno la molestia de intervenir?
Entiendo que no se imaginen todavía el alcance y repercusiones del fenómeno. Cuando se rompe un dique es difícil saber hasta dónde llegará el agua y a mí me resultará imposible aproximarme siquiera en un solo artículo, pero empezaremos el cuadro con algún brochazo.
Uno de los ingredientes de ese contrato implícito que está recibiendo por todas partes es la seguridad jurídica. Tocaremos ahora uno de los flancos por los que está siendo atacada, el de la aplicación retroactiva de disposiciones restrictivas de derechos. Ya sabrán que está prohibida por la Constitución (art. 9.3) pero no crean que esto supone obstáculo infranqueable cuando están en juego intereses (de) tan elevados. Lo mismo se está vulnerando para condenar a presos (doctrina Parot) que para dejar sin efecto contratos (o cláusulas relevantes de los mismos) o subvenciones, para incumplir los acuerdos suscritos con funcionarios y demás trabajadores (no tan solo, ni acaso principalmente, quitándoles pagas extra) e incluso se adivina, pese al tan solo relativo éxito chipriota, a la hora de utilizar los depósitos bancarios para resarcir a los acreedores.
¿Se imaginan ustedes que cualquiera de nosotros pudiese incumplir total o parcialmente sus compromisos, de forma impune y sin sanción, simplemente porque ya no le resultasen beneficiosos? Y si las personas individuales, los sujetos de derechos humanos no lo podemos hacer (y a cualquiera se le ocurre el porqué y a dónde podría conducirnos), ¿existe alguna razón especial para que lo pueda hacer quien nos representa?
El interés general, ese que supuestamente legitima estas conductas, ¿no exige acaso que se respete lo pactado y si rebus sic stantibus no es posible, que las consecuencias y sacrificios se repartan entre todos y no recaigan singularmente sobre inocentes de buena fe?
Dejo ahí las preguntas. Cuando la Constitución proscribe la irretroactividad será por algo, digo yo, y andar buscando resquicios e interpretaciones para defraudar su letra, y especialmente su espíritu, es señal de que algo está fallando. De que algunos límites inherentes al Estado Social y Democrático de Derecho, incluso al simple Estado de Derecho empiezan a molestar al poder. Y de que se están traspasando líneas rojas.
No menos importante como exigencia de justicia, valor superior del Ordenamiento según su art. 1, es que las sanciones y perjuicios derivados de decisiones administrativas recaigan sobre los responsables de las situaciones que las hacen necesarias o sean debidamente indemnizadas. Los ciudadanos tienen además derecho a la tutela "efectiva" de sus derechos e intereses legítimos (art.2 4) y a no sufrir confiscaciones ( art. 31 ). ¿Puede alguien sostener razonablemente que los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos no se están viendo sacrificados, llegándose al extremo de confiscaciones patrimoniales evidentes (nominas de funcionarios o elusión de la revalorización de las pensiones según los índices preestablecidos, por poner tan solo algunos ejemplos) para hacer frente a responsabilidades de las que los poderes públicos no quieren acordarse?
Cuando se hace pagar a justos por pecadores y más aún cuando la carga no se reparte entre todos los justos ni con la misma progresividad respecto de la capacidad económica con que distribuye la carga tributaria, se están sobrepasando muchos límites. Y la tentación para los menos creyentes en la utilidad de las normas y el beneficio que nos proporcionan a todos más allá de las restricciones que nos imponen a cada uno, es clara y evidente. Si quienes deben más todavía que ninguno no respetan ni siquiera su ley de leyes ¿por qué tengo yo que sujetarme a cualquier otra?
A algunos nunca nos ha convencido la ley de la jungla. Pero la vemos avanzar más cada día. Y, desgraciadamente, vulnerar la irretroactividad de las disposiciones restrictivas y el principio de culpabilidad no son las únicas líneas rojas que se están sobrepasando. Me temo que tendremos necesidad en el futuro de ocuparnos de algunas otras.