Globalización y austericidio
Vivimos una transición denominada globalización que lleva a un nuevo paradigma político y económico. Se quiere imponer la ideología de triunfadores y perdedores del modelo americano y destruir la trinidad -libertad, igualdad, fraternidad- de la modernidad europea
DURANTE cerca de veinte años, los gobiernos de José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero favorecieron un modelo económico sustentado en la especulación inmobiliaria y el consumismo a través del crédito. Proporcionaron a la población una falsa sensación de prosperidad que, en realidad, hipotecaba las bases del crecimiento futuro. Tras el estallido de la burbuja del ladrillo y el agujero financiero de la banca, como si se tratara de una tetera que ha entrado en ebullición, sentimos ahora el pitido que nos advierte que hierve el agua de una aguda crisis. Crisis que algunos negaron, que otros no previeron y cuyas recetas de salida alentadas desde Berlín y Bruselas están demostrando ser un fracaso. Pero la llama de ese calor que ahora abrasa comenzó a crepitar no hace unos años, sino hace décadas y era solo cuestión de tiempo que las consecuencias de ese fuego asolaran la economía y provocaran una catástrofe social.
Podemos remontar su alumbramiento a la denominada diplomacia del ping-pong, cuando a principios de los años 70 el presidente norteamericano Richard Nixon sentó las bases para la entrada de las grandes multinacionales americanas en China. De una manera gradual pero ininterrumpida, se puso en marcha un proceso de deslocalización industrial, y más tarde de servicios, que unos decenios después ha provocado la pérdida (irrecuperable) de decenas de millones de puestos de trabajo en Occidente y convertido a Asia en la fábrica, y pronto, en la tienda y la oficina del planeta.
El desplazamiento de la nueva frontera capitalista hacia una dimensión global ha alterado el sentido de las unidades políticas estatales, que están perdiendo su papel como referencia integradora para la población. En las últimas décadas, diferentes organizaciones internacionales y suprarregionales -GATT, luego OMC; BM y FMI, UE o NAFTA- han sido las abanderadas de una gigantesca transformación que ha contado con el coaching ideológico friedmaniano de la llamada Escuela de Chicago. El evangelio mercantil transmitido por las escuelas de negocio y puesto en práctica por los peones de la banca financiera internacional ha ido acorralando los modelos keynesianos de Estado social en favor de un modelo de Estado "de mínimos".
En ese contexto, el manejo que se está haciendo de la Unión Europea representa una amenaza al bienestar de un porcentaje cada vez mayor de la población occidental, sumida ya en un proceso de precarización de numerosos sectores de la clase media y la proletarización de millones de trabajadores. Al tiempo, se ha posibilitado la consolidación de la dictadura comunista china como superpotencia y referencia global, una seria amenaza para el futuro de la democracia en el mundo.
Otra importante consecuencia de esos enormes cambios ha sido la acelerada concentración de riqueza que en un entorno global reúne algunos miles de mega-ricos y a un número cada vez más pequeño de gigantescas corporaciones. Se ha ido perfilando un modelo plutocrático que domina amplios mercados mundiales: alimentación y textiles; extensos sectores industriales y de servicios; lujo y comunicaciones; logística y distribución; finanzas. Un marco global que combina nuevas tecnologías y el empleo de una inmensa masa de mano de obra sometida a condiciones serviles de explotación en un El Dorado laboral.
Esta fórmula de globalización se ha cocinado mediante algunas políticas públicas que han propiciado la oligarquización del mercado. Así: la existencia y empleo intensivo de paraísos fiscales cuya utilización para ocultar riqueza se ha incrementado sustancialmente en las últimas décadas; la falta de fiscalización sobre los movimientos de capitales que ha procurado el desarrollo de un modelo de capitalismo especulativo; la falta de límites al tamaño de las corporaciones internacionales que como consecuencia de las políticas desregulativas ha permitido que adquieran proporciones gigantescas que falsean la libre competencia; la progresiva relajación impositiva a las rentas más altas y el inocuo combate a la evasión fiscal; el fraude y el desarrollo de normativas llenas de agujeros que han facilitado la elusión fiscal por parte de multinacionales, fortunas hereditarias y grandes y medianas empresas
No puede obviarse que el desempleo de millones de personas es consecuencia de una lógica económica que desplaza la producción a territorios sin derechos laborales o garantías medioambientales. La liberalización de la producción, del comercio y del movimiento de capitales ha resultado fatal para ciertos Estados mal gestionados y para las poblaciones peor formadas allí donde no se dan las condiciones para generar empleo suficiente que compense la pérdida de trabajos. Estos desequilibrios nos aproximan a un modelo socio-económico muy distinto del que hemos conocido en Europa durante el último medio siglo y ponen en peligro la integración continental.
Una mayoría de los que han perdido su trabajo probablemente no volverán a recuperarlo y su perspectiva laboral estará condicionada por la precariedad y por salarios inferiores al mileurismo. No volveremos al lugar a donde creíamos haber llegado hace unos años y, ni mucho menos, alcanzaremos aquella meta hacia donde algunos decían que nos encaminábamos. Por el contrario, el pasado se nos descubre como una senda de espejismos plagada de charlatanes. En lugar de un crecimiento sostenible, lo que más bien está en marcha es un proceso de destrucción sostenible del bienestar europeo. El extremismo ideológico de un capitalismo radicalizado propone en nombre del libre mercado y de la competencia una suerte de guerra civil universal de todos contra todos. Tras la caída del bloque soviético y el descrédito del socialismo totalitario, una nueva plutocracia parece dispuesta a reanudar la guerra de clases. Ahora, en estrecha alianza con la dictadura china, el proyecto parece ser el desarrollo de un nuevo estamento de privilegio; volver a María Antonieta y a una corte versallesca de ámbito planetario.
Es una manipulación y un engaño seguir transmitiendo a la población que con la austeridad saldremos de esta crisis. La crisis es expresión de un desajuste profundo entre las unidades políticas estatales y el espacio global donde organizaciones y corporaciones transnacionales han minorizado a las democracias y a sus poderes e instituciones reordenando los mercados y redistribuyendo costes y beneficios. La crisis en que la Unión Europea está inmersa no es solo coyuntural ni forma parte de regulares vaivenes cíclicos. Tampoco es solo económica sino que está agravada por una profunda crisis política e institucional, reflejo y consecuencia de la falta de liderazgo y la corrupción. En el eje del torbellino está el desbordamiento del marco del Estado-nación impotente para hacer frente de forma aislada al poder de organizaciones y corporaciones internacionales, y en nuestro caso, también a la incapacidad de la UE para configurar un gobierno europeo.
Desde hace décadas vivimos en un periodo de transición sistémica denominado globalización que nos está conduciendo hacia un nuevo paradigma político y económico. Se quiere imponer una ideología de triunfadores y perdedores, de vencedores y vencidos, característica del modelo individualista americano y destruir la trinidad laica (libertad, igualdad, fraternidad) cuya simbiosis caracterizó el paradigma europeo de la modernidad. La contención de la deuda y del déficit a través de políticas de recortes no conducirán a un crecimiento generador de empleo porque la austeridad no es el remedio adecuado para que millones de ciudadanos puedan salir de la crisis, que esencialmente es un problema de empleo. Tampoco el Estado es la solución, tal y como predica el populismo nacionalista. Es una ingenuidad esperar la autorregeneración partitocrática. Aunque muy debilitada y dominada por la burocratización institucional es a la sociedad civil a quien le corresponde reaccionar.
Los ciudadanos europeos debemos tomar conciencia de que configurar redes comunicativas será el fundamento para una democracia europea que nos permitiría encarar la globalización desde bases más solidarias y representativas. La necesidad de fundar un gobierno europeo dotado de poderes y sometido a elección que permita a los ciudadanos decidir su orientación exige importantes transformaciones. El ajuste de presupuestos no es solo una cuestión de cifras, sino también de ideas y de valores. Se deben adoptar sin dilación medidas para acabar con la desorbitada evasión a través de paraísos fiscales, el fraude o la elusión fiscal.
Las medidas de austeridad deben venir acompañadas de otras que incorporen al pago de la deuda a los evasores en lugar de querer aumentar los ingresos fiscalizando a los ahorradores, como se ha pretendido en Chipre. Los grandes beneficiarios de la globalización deben comenzar a contribuir fiscalmente y la Unión Europea debe concertar nuevas reglas y emplear esos recursos en desarrollar una política de empleo. Está en juego la legitimación de la UE. Y nuestro futuro.