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Historia de amor, persecución y fidelidad

Alguien definió al jesuita como "un hombre que se va"; yo suelo añadir para quedarse, normalmente para toda la vida. No busca nuevas experiencias, ni conocimientos de pueblos, le impulsa el deseo de ofrecer un servicio por amor; ideal joven de su vida toda

NO puedo negar que el título de este artículo tiene algo que ver con el de la novela autobiográfica del intelectual crítico israelí Amos Oz. Acababa de releerla y, por una de esas coincidencias de la vida, en el día de San Ignacio de Loyola, me llega con el remite sencillo de una alumna, la novela histórica de Pedro Miguel Lamet, El último jesuita. Por un momento pienso: "Se me ha adelantado". Pero no. Lo primero de todo, porque yo no escribo novelas. Además Lamet se detiene en el pasado - aunque ¿ hubo realmente un último jesuita-. Mi mente en cambio se adelanta al futuro, a un futuro incierto que no veré. Para más coincidencias, Antonio Elorza, en Ignacio, nuestro patrón (El Correo Español, 30.7.11) hablando de Ignacio, PNV y ETA, menciona el protagonismo de Deusto en la formación de las élites del país, "esta Universidad que en septiembre celebra su 125 aniversario. Son muchos años que podrían haber sido muchísimos más, pues ya en 1614 tenían los jesuitas en esta villa un pujante colegio al que habría seguido normalmente una universidad. Pero la historia no suele ser normal, y la de los jesuitas menos.

Iñigo de Loyola debió de acertar al fundar una orden religiosa, en 1540, a contracorriente de otras más antiguas. Sus colegios, residencias y universidades llevaron muy pronto el nombre de Loyola por los cinco continentes. Sin embargo, algo intuía aquel vasco medio rústico, con un barniz de cortesano, de militar y caballero andante, apenas sutil conocedor del viejo material humano. Llevaba su Compañía de Jesús quince años de vida y ya escribió: "Si la Compañía se disolviese como sal en el agua me bastaría un cuarto de hora de oración para quedarme en paz". Acababa de ser nombrado Papa, Paulo IV, el cardenal Caraffa. Cuando alguien sacaba a colación a este nuevo Papa, Ignacio desviaba la conversación diciendo, "Hablemos del Papa Marcelo" (el anterior favorable a la Compañía), expresión que aún usan los jesuitas cuando alguno persiste en una mala noticia.

La Compañía estaba, sin embargo, muy pujante. Ignacio muere al año de formular su presentimiento. Su obra lleva solo 16 años y los jesuitas son ya más de mil en 101 casas y 24 países. En 1542 están ya en la India, en 1547 en el Congo, en 1549 en Japón, en 1556 en Etiopía; en China en 1563, en Filipinas en 1594, etcétera. De la misma manera se extendieron los colegios, iglesias y universidades jesuíticas por la joven América, de California al Paraguay y Argentina y, por supuesto por Europa.

Alguien definió al jesuita como "un hombre que se va". Yo suelo añadir: "para quedarse", normalmente toda una vida. No busca nuevas experiencias, ni conocimientos de pueblos o aprendizaje de lenguas; en una palabra, no busca nada; le impulsa el deseo de ofrecer un servicio por amor, ideal joven de su vida toda, al que supedita lo que tiene, lo que sabe, lo que es. Todo lo ofrece y entrega a quien lo acepta. Y, a su vez, aprende muchas cosas.

Todo jesuita se va, pero también se queda. Cerca. La vocación universal de su Compañía desde su nacimiento, desde el grupo primero de Iñigo, no descuidó su cuna, Europa, su inicial cantera. No fueron fáciles sus comienzos donde habían llegado las suspicacias y sospechas que aquella nueva forma de vida religiosa, hacia fuera, en el siglo, había suscitado entre algunos de otras órdenes más antiguas. Con todo, sus reconocidos colegios surgieron como setas después de una lluvia suave sobre tierra todavía caliente por el sol de la víspera. No faltó la generosidad de bienhechores. Ni Iñigo ni su pariente el P. Araoz, olvidaron su querida tierra vasca. A los diez años de iniciada la Compañía nace en Oñate, 1550, el primer colegio. Le siguieron por orden cronológico los de Pamplona, Bergara, Azkoitia, Bilbao, Tudela, San Sebastián, Orduña, Lekeitio y Loyola. El de Vitoria no llegó a abrir sus aulas. Se le adelantó la Pragmática de Carlos III, el 2 de abril de 1767.

El trabajo jesuítico callado, día a día, en colegios y universidades era tal vez el más profundo y duradero. Sin embargo, la suntuosidad de algunos de sus edificios comenzó a crear el mito de las riquezas de los jesuitas. La acogida de personajes insignes en las cortes dio lugar a la figura, desde 1589, del jesuita-confesor-de reyes, y esto a otro mito: el poder de los jesuitas. Su distinción en primera fila de la Contrarreforma frente al protestantismo, les supuso la benevolencia de los papas. Sin embargo, ciertas doctrinas teológicas y morales - la relación entre la gracia divina y la libertad, y lo humano como valor, o la teoría del mal menor- les acarreó la enemiga del jansenismo francés. La doctrina política de la Compañía sobre el origen divino del poder de los reyes, no directamente sino a través del pueblo, y su negativa a que fuera el rey, no el Papa, el dispensador de los beneficios y cargos eclesiásticos, les enfrentó al galicanismo del duque de Choiseul y del cristianísimo rey de Francia, contagiando a los otros Borbones de Portugal y España. El marqués de Pombal quiso además entregar gran parte de las Reducciones a los colonos y esclavistas de Brasil. Las tres cortes expulsaron a los jesuitas de la noche a la mañana de todos sus territorios en Oriente y Occidente: Portugal en 1759, Francia en 1764, y Carlos III con su Pragmática en 1767. Todos los jesuitas, más de 20.000 fueron trasladados y hacinados en los Estados Pontificios, cerrados más de 500 colegios y más de 1000 iglesias.

No todo acabó ahí. Ultima batalla: el Papa. Llegó el cónclave de 1769. Las tres cortes catolicísimas pusieron su condición. Solo cuando. Esquivando el Espíritu Santo, fuera aceptada, habría fumata bianca. Salió Clemente XIV, y Moñino, aspirante a conde de Floridablanca, fue el encargado de exigir el cumplimiento. El nuevo Papa echó su firma. La Compañía quedó extinguida. Sus casas y bienes para los Estados, sus iglesias a las diócesis. Los miles de jesuitas de toda edad a su suerte, cielo arriba, suelo abajo. Su Superior General, P. Lorenzo Ricci, apresado de víspera, escuchó el documento papal. "Adoro la voluntad de Dios", dijo. (¿Era la de Dios?). Era el 21-7-1773. Ricci moriría en un inmundo calabozo, de pura miseria, en Castel Sant' Angelo. La Compañía, aunque no fuera perfecta - nadie lo es-, murió de éxito.

Tampoco acabó todo ahí. La Compañía resucitó. Tardó 41 años. En 1814, con Pío VII. Resucitó no gloriosa, pero lograría un éxito aún mayor que los anteriores; los supervivientes reincorporados y los nuevos con toda la humildad de la historia. El mismo ideal, la misma ilusión, el mismo esfuerzo, mejorados los medios de cara a los no menos agitados siglos XIX, XX y XXI. Vuelven las dificultades, los adversarios, incluso las expulsiones. Se resiste y supera lo anterior con creces. Me atrevo a decir que el punto álgido es el de los primeros años del superiorato de otro vasco, el P. Arrupe, 1965: 36.000 jesuitas repartidos entre más de 207 universidades y centros superiores, más de 712 colegios de enseñanza secundaria, 400 centros de espiritualidad, etc. Pero es también tiempo complejo y desconcertante choque de mentalidades que no puedo detallar aquí. Es tiempo de inflexión en la recta ascendente.

Es tiempo de fidelidad en el cambio. Al P. Arrupe le toca padecerlo en su persona. Su personalidad y carisma inquieta, asusta al Vaticano. Juan Pablo II no suprime la Compañía ni encarcela a su superior general, como Clemente XIV. Agravia indignamente a Arrupe y pretende cambiar la orden. En vano. Un Papa dijo de los jesuitas: sint ut sunt aut non sint, sigan como son o dejen de ser. La malentendida secularización, el bienestar social que deriva en un alicorto pasarlo bien, van cegando las fuentes de espiritualidad y compromiso en Europa y, marcadamente, en este País Vasco, al daño a lo religioso del franquismo se añadió el de una mentalidad política agresiva muchas veces contra la religión y la trascendencia.

Con las mismas obras de 1965 o más - la Universidad de Deusto en su travesía de 125 años-, los jesuitas son hoy la mitad de entonces: 18.000. Muchos de ellos muy mayores. Llevo 73 años de vida en la Compañía de Jesús. Un día de estos de agosto a mis 18 años, decidí muy conscientemente ingresar en el grupo de Iñigo en su misma casa de Loyola. Desde entonces, como antes y siempre mi familia, la Compañía me ha proporcionado todo lo mejor en todos los campos. Si no he respondido bien a ninguna de las dos la culpa es solo mía.

¿Qué diría usted , P. Arrupe, si con esta falta de nueva savia la Compañía llegara a extinguirse? El último que apague la luz.