MARIANO Rajoy, a quien conocí hace 30 años cuando él empezaba su carrera en política y yo la mía en comunicación, es un gallego típico: inteligente, táctico y tenaz; pero tiene miedo, muchos miedos. ¿A qué? Primero, al fracaso, a no ser capaz de vencer en ocasión tan propicia y pasar a la historia como el hombre que no supo ganar. O a ganar mal, en precario, como quien se impone a su enemigo más por la caducidad de este que por merecimiento. Incapaz de generar ilusión, tiene miedo a ser la última y triste alternativa en unas circunstancias en la que todo juega a su favor frente a un adversario que sale derrotado de antemano con la única misión de perder sin estrépito.

Rajoy tiene miedo a que los sucesos del pasado se repitan y el 20-N sea su tumba política. Las elecciones de otoño serán las terceras como candidato del PP y en esta tentativa final se las tendrá que ver con Rubalcaba, no menos listo, táctico, tenaz que él, pero con más capacidad dialéctica, lo que en política, donde la palabra es la herramienta de trabajo, es decisivo. No es que Mariano sea menos brillante que Alfredo: es que tiene enormes dificultades para expresarse en público y convencer. Se diría que sufre cada vez que sube al estrado, por lo que rehuirá el cuerpo a cuerpo de los debates.

Rajoy tiene miedo de sus propias limitaciones. Su imagen no se corresponde con la de un líder carismático, sino con la de un probo registrador al que espantan las cámaras y los micrófonos. Las encuestas (el CIS de julio, la última) le retratan como un hombre poco confiable y superado por su oponente en eficacia, visión de futuro y capacidad para el diálogo. A Rajoy se le percibe indolente y frágil ante los retos. Parece de esas personas que se hunden en las crisis. Rajoy sería un excelente jefe de negociado, incluso un buen ministro; pero es un pésimo candidato, al que hay que llevar a rastras de lugar en lugar e inventarle las ideas y las ocurrencias para no que flaquee ante la gente. No emociona ni seduce. Dios no le hizo líder.

Rajoy tiene miedo a que ocurra algo inesperado, como el 11-M en 2004, que le impida alcanzar una victoria segura en noviembre. Miedo a que algo falle en sus pronósticos, siendo él tan previsible. Miedo a la confabulación de los elementos y que el fantasma de la mala fortuna se cierna sobre sus ambiciones. Porque Mariano, como buen gallego, es supersticioso. Y cree en las meigas porque, también para él, haberlas haylas. De hecho, asume que la mala suerte ya se la ha jugado al regalarle la presidencia en la peor coyuntura económica desde hace un siglo.

Rajoy tiene miedo a que ETA le haga un favor a Rubalcaba anticipando algún tipo de comunicado sobre su próxima disolución y que la baza de la política antiterrorista (¡qué gran filón para los canallas!) facilite las expectativas del candidato socialista. Preferiría que los asuntos relacionados con la violencia no sobresaltaran la campaña, porque llega con un discurso crispado e ilegalizador. Es cierto, Rajoy es poco populista a fuerza de ser un tipo serio. Es sobrio, directo y parco, de manera que lo suyo no es la sorpresa, el ruido de las propuestas rompedoras o el marketing de moda. Es una certeza que el aspirante popular desprecia la propaganda y la afectación y que las teorías de la imagen pública son para él sutilezas de un sistema encubridor para huir de la simplicidad de las cosas.

Rajoy tiene miedo a la euforia, a que los pronósticos unánimes que auguran su triunfo sea un incentivo para la movilización de sus rivales y no tanto un factor de ilusión para sus seguidores. Tiene terror a las encuestas y a quedar siempre por debajo de la potencia de las siglas de su partido. Cree más en sí mismo y en su paciencia que en los demás y sus ansiedades. Lo suyo no es pereza, sino parsimonia. Teme a las palabras más que a los hechos y tiembla ante el entusiasmo desbordado de sus hooligans que se prometen un paseo feliz hasta La Moncloa.

Rajoy tiene miedo a muchos de los suyos. Aborrece a los aduladores tanto como el pavor que le provocan Aznar, Mayor Oreja y Esperanza Aguirre, esos notables del PP que pueden condicionarle la campaña con exabruptos y radicalismos ultras. En realidad, tiene miedo al pasado del que es heredero, terror a que le ordenen más que sugieran lo que debe hacer y deshacer. No es un hombre de tutelas, pero sabe que un partido como el suyo es un cóctel en el que los distintos ingredientes no quieren mezclarse. Rajoy es un desconfiado nato y esta desmesura convierte su pequeño círculo de fieles en guardia pretoriana, siempre alerta para impedir que algún traidor le envenene estratégicamente.

Rajoy tiene un miedo atroz a la prensa y específicamente a la caverna mediática. Su temor a Pedrojota es reverencial y le asustan las interferencias de Intereconomía y la Cope, sus devotos neofranquistas. Como no permite que nadie ocupe su espacio, le quita el sueño que los extremados posicionamientos de ciertos sectores sociales -la patronal, la banca y la Iglesia- pretendan escribirle el programa y el discurso: reducción de impuestos, abolición del aborto, reforma del matrimonio gay, cambios constitucionales y esos temas inquietantes para todo acomplejado. Rajoy es un acérrimo de la moderación en el amplio sentido del término, más por tibieza que por táctica.

Rajoy tiene mucho miedo a la calle. El movimiento 15-M ha espoleado sus turbaciones y constata que los indignados son más enemigos suyos que de Rubalcaba. Los observa como una articulación preventiva contra el gobierno de la derecha y que los nuevos rebeldes van a ser, más que los demás partidos, la auténtica oposición contra la que no le servirá la policía para aplastarlos. Con el precedente del Nunca mais tras el desastre del Prestige, que al hundirse hundió a Rajoy, lo lógico es que le tenga pánico a las protestas multitudinarias.

Rajoy tiene miedo de su propia timidez y sus derivaciones de mal comunicador. Es consciente de su levedad gravitatoria sobre las masas sociales. Se ha dicho de él, halagadoramente, que no le gusta aparentar lo que no es. Es una gran falacia, porque toda persona que reconoce sus defectos se ocupa de ocultarlos externamente, resultando así que esconder las carencias y deficiencias propias es una forma de transformación, una apariencia falsa de uno mismo, una simulación fabricada. Precisamente, minimizar las debilidades del candidato constituye un objetivo prioritario de las campañas de imagen, complementario de la proyección de sus fortalezas. Rajoy arrastra ese complejo de mal candidato, cuyo origen está en sus dificultades en el habla, muy acusadas cuando yo le conocí y que todavía son notables.

Rajoy tiene miedo a un resultado marginal en Euskadi y Catalunya y que el discurso antinacionalista del PP le cueste un alto precio en ambas comunidades. Rajoy tiene miedo a no estar a la altura del momento histórico y ser incapaz de concitar la unidad de acción y los acuerdos -económicos, de valores, reforma del sistema y una nueva transición- que el Estado español requiere con urgencia y en los que no debería relegar a las fuerzas nacionalistas. Rajoy teme que los suyos le inciten a la revancha y la imposición. Tiene más miedo a la mayoría absoluta que a quedar en minoría, porque de la hegemonía puede resurgir el alma intransigente y antipática de Aznar, su mentor. El diálogo es mucho más sencillo cuando la necesidad es más fuerte que el poder.

Rajoy tiene miedo. Y yo también tengo miedo, pero de él.