Benedicto XVI, ¿mal informado?
SEGUÍ con interés el viaje del Papa. Sé que un Papa no puede tener un conocimiento acabado de cada uno de los países que visita, pero dada la importancia que parece da Benedicto XVI a España y a su papel en una hipotética regeneración de la fe, me parece preocupante la falsa o poco precisa información que le vienen dando sus ayudantes, supongo que españoles. Valga como ejemplo la referencia a los años treinta al referirse al laicismo actual.
Hay que atender, al menos, a dos capítulos importantes al hablar de ese supuesto anticlericalismo. Uno, el choque frontal entre una Iglesia agostada en su doctrina, prepotente en su exposición e imposición, mimadamente acunada en el sistema de Cánovas del Castillo, autocomplaciente en cuanto a su esencia, aquel "fuera de la Iglesia no hay salvación", celosa en contra de todo tipo de libertad religiosa y, enfrente, un conjunto, no amplio pero sí enormemente potente, de intelectuales, universitarios o no, inmersos en las ideas de la modernidad, que asistía con aburrimiento a un monólogo doctrinal de una institución que daba respuestas a preguntas que desde aquellos mundos nadie les hacía. Ya, desde la primera década del siglo XX, hay una profunda incomunicación entre la fe y la razón. Aquellos hombres y mujeres no eran anticlericales. Más bien pasaban de unos clérigos que se expresaban en otro lenguaje y, en algunos casos, piénsese en Unamuno, con harto dolor en sus corazones.
El otro capítulo para entender lo que se intenta pasar como anticlericalismo es consecuencia de la problemática social y obrera en la que la Iglesia, su Magisterio y su actividad pastoral jugaron una baza dolorosa. Alguien les tendría que explicar a los obispos españoles y a los monseñores informantes del Vaticano qué pasó en este país desde mediados del siglo XIX, desde los inicios de la industrialización hasta la guerra civil y el papel jugado por la Iglesia de Roma y de España en aquellas desgraciadas coyunturas.
En esa época había, sobre todo, dos campos de injusticia radical en España. El primero, la estructura de la propiedad agraria, principalmente en Andalucía, Extremadura y la Submeseta Sur. Una legión de jornaleros vivía en la pobreza radical, en la humillación y a la intemperie de la vida. Los días trabajados y pagados al año no superaban los 150 o 200. La Iglesia se limitaba a predicar la resignación y a sacramentalizar, cuando estas personas se dejaban. Así que cuando los predicadores de la I Internacional Obrera aparecieron por aquellas tierras sembrando esperanza e ilusión, se inició un fuerte movimiento para romper unos vínculos inhumanos. La Guardia Civil, fundada unos pocos años antes, se encargaría de la disuasión.
El segundo submundo fue el de la industria en general y el de las explotaciones mineras en particular. En el caso de la minería, y referido en concreto a lo que más conozco, a Bizkaia, los tiempos transcurridos desde el último tercio del siglo XIX hasta la I Guerra Mundial, constituyen unas de las páginas más negras e inhumanas de nuestra historia. Aquellas jornadas de hasta once horas, el hacinamiento en las chabolas, el trabajo agotador a destajo, las listas negras de obreros revoltosos a quienes se negaba el trabajo, la represión brutal durante las huelgas? Son páginas muy negras de la historia de España que hicieron mucho daño y ensangrentaron y envilecieron el país. En el caso concreto de Bizkaia, fue el socialismo el que se introdujo en la zona minera al llevar ideas de dignidad. En este caso, también se pasó de la Iglesia que sólo ofrecía resignación.
¿Y, cuál fue el papel de la Iglesia, su Jerarquía y su Magisterio? Ya desde 1849, Pío IX trata de los problemas sociales y dice: "?Recuerden, por lo demás, nuestros pobres que, como lo enseñó el propio Cristo, no tienen por qué sentir tristeza de su condición: a veces la pobreza ofrece un camino más fácil para conseguir la salvación...". León XIII, en 1882, dice: "Quedará, por último, establecida la armonía entre ricos y pobres, una vez sentado y fijado que el rico sea misericordioso y espléndido y que el pobre viva conforme con su suerte". Esta fue durante años la tesis defendida por el Magisterio: al pobre le toca la resignación y los sudores y al rico la oportunidad de ser benéfico.
Para completar este pequeño elenco de citas, me voy hasta los años 20, muy cercanos a la II República. Ahora es el obispo de Vitoria, Eijo y Garay: "Que la humana sociedad para que su vida se manifieste en ordenado y armónico movimiento, ha de estar formada por clases diversas, desiguales en jerarquía y posición económica, es cosa tan conforme a naturaleza, tan ajustada a razón y tan experimentada en todos los tiempos, que no necesita demostración; y si las utopías comunistas y anárquicas en sus primeras elucubraciones la negaron, han tenido que reconocerla, vencidas del sentido común...". Esta visión "armónica" de la sociedad llevó obviamente a una condena taxativa, determinante del socialismo y el comunismo y todo lo que oliera mínimamente a marxismo. Como hoy.
El maridaje entre la Jerarquía eclesiástica y las clases altas llevó a que estas fueran tratadas y consideradas como las hijas predilectas de la Iglesia. Se las condecoró y hasta se las ennobleció con títulos nobiliarios. Claro que hubo una parte, pequeña pero significativa, del clero religioso y secular que se dedicó a un trabajo serio en orden a edulcorar de alguna manera su situación. A algunos les costó traslados y destierros.
Cuando van llegando los años 30, cercano el cambio de régimen, se empieza a hablar de la apostasía de las masas y cuando irrumpa la República y empiecen los desafueros y los asesinatos contra toda sotana o hábito, se hablará de odio antidivino. ¡Pobre Dios! No iban contra Él, ni a aquellos hombres les importaba mucho el dogma católico. Iban contra lo que se les hacía o no se les hacía en nombre de ese Dios y, sobre todo, de aquella religión. En esos largos años, lo que se mostró fue una desafección profunda, un hastío sin retorno de una masa de hombres y mujeres que, en los momentos cruciales de sus historias personales y familiares, se encontraron muchas veces, demasiadas, con una Iglesia vacua y partidaria.
Todo esto, unido a lo señalado sobre el mundo intelectual y universitario, nos crea un cuadro muy negro de aquella sociedad española de la que importantes predicadores populares ya, a través de su experiencia pastoral, habían advertido que había dejado de ser cristiana hacía muchos años. Pero España, en realidad, no tenía un problema de anticlericalismo, sino un inmenso socavón de falta de humanismo.