El anillo de Giges
UN día, el ateniense Glaucón desafió a Sócrates por medio de una leyenda: un pastor llamado Giges encontró un anillo de oro y se lo puso en un dedo. Cuando un día comenzó a juguetear con el anillo comprobó, sorprendido, que si lo movía de cierta manera lograba volverse invisible para los demás. Entonces, hizo lo imposible para que le aceptasen como uno de los mensajeros que enviaban al rey para informar sobre las condiciones de los rebaños. Cuando lo consiguió, no tardó en utilizar las posibilidades del anillo para seducir a la reina, conspirar contra el rey y matarle. De este modo, el pastor se convirtió en rey. "Convéncenos, Sócrates -le dicen Glaucón y otros participantes en la discusión- de que hay motivos sólidos para hacer lo correcto, no sólo razones como el miedo a ser descubierto, sino razones que serían válidas incluso en caso de que no nos descubrieran. Demuéstranos que, a diferencia del pastor, una persona sabia que encontrara el anillo seguiría haciendo lo que está bien". Y Sócrates convenció a los presentes de las bondades y beneficios de quienes actúan desde la libertad responsable (ética).
Esta ingeniosa historia, que se puede leer en la República de Platón, ilustra el extendido punto de vista sobre la naturaleza humana de que cualquiera que poseyese un anillo así, abandonaría todas las normas éticas creyendo incluso que actúa de forma razonable. La leyenda sigue tan de actualidad entonces como ahora porque se dirige al epicentro de la condición humana: ¿la justicia y la moral se viven, en la práctica, sólo como elementos puramente instrumentales? Si así fuera, entonces nos cargamos la esencia del reconocimiento de los derechos humanos, es decir, la dignidad de la persona de carne y hueso (no unos derechos teóricos) como el fundamento en que se sustentan aquéllos. Cuando la respuesta es que no tengo razones para ser justo y honesto si tuviese la seguridad de una total impunidad y de que no estuviera arriesgando mi imagen personal, entonces sería muy difícil convencer a nadie, incluidos los poderosos, de que todos saldríamos ganando viviendo de forma solidaria y responsable; de que existen valores absolutos por los que siempre vale la pena luchar y morir.
La conclusión que se deriva es que si un hombre justo deja de serlo porque se sabe impune, está claro que no es un hombre honrado ni justo. Y la consecuencia es que se impone una reflexión individual y comprometida sobre cómo vivir respecto a nuestros semejantes. No hacerlo incrementa el peligro potencial de aprovecharse del prójimo en cada ocasión que se nos presente: yo de él pero también él de mí.
Quizá sea esta falta de reflexión sobre estos temas la razón de que algunos todavía no se expliquen lo mal que van las cosas en el mundo ni tampoco valoren, claro, en su justa medida, los millones de actos solidarios y éticos, heroicos tantas veces, que sostienen por sí mismos la convivencia y el verdadero desarrollo solidario en el mundo.
Ahora que la innovación está de actualidad, no estaría de más una Cumbre que profundice en los beneficios comunes de una cooperación humanizada a todos los niveles relacionales. Según lo estoy escribiendo, me suena a irreal y pueril el sólo hecho de plantearlo; y es porque algunos han logrado inocularnos a base de bien el bacilo de la desesperanza y que nos despreocupemos del antídoto. Los historiadores a esto le llaman decadencia. Sócrates lo llamaría estupidez, propia de una sociedad líder en saberes y también en instrumentalizar a las personas perdiendo en el camino lo mejor del ser humano.