Las comidas navideñas se antojan un Debate sobre el Estado de la Noción. Uno sabe de esto, otra de aquello y lo comparten como esa porción de pudin verde moho que cocina tu cuñado y nadie se atreve a probar en solitario por si acaba en urgencias. Si uno tiene en la mesa, por ejemplo, a una sobrina y su amigo de Corea, se puede enterar, mientras pela un langostino, de que en ese país hay tiendas sin dependientes donde, tatatachán, nadie roba. Aquí no solo se roba, sino que se reincide y con empleados, cámaras, guardias y toda la pesca. Para muestra, la cajera de un súper que, en vísperas de Nochebuena, le preguntaba a su compañero si había revisado el bolso a una señora reciclada, al parecer, en hurtadora habitual. “Es que ya ha venido varias veces”, comentaba con hartazgo, como diciendo que ya le vale, que no hay que abusar. Los comensales que peinan canas lo mismo te cuentan que, a falta de televisor, en sus tiempos iban al cine dos días por semana que te hablan del tiempo que emplean los profesores en calificar a sus alumnos por competencias, solo comparable al tiempo que emplean los padres en descifrar las notas. Nueve caras impresas de la primera evaluación. Yo las tengo como libro de cabecera. El adolescente de turno te pone al día del último viral, como el de la niña que sorprendió a una periodista diciéndole en directo lo que le había pedido a Papa Noel: “Que toda la gente que odio se muera”. A mí, que lo sepas, me has caído genial.

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