Le nacen a uno en esta sociedad que consume y uno llora, claro. Pero, inocente aún, empieza a vivir. Sin darse ni cuenta. Con esa inconsciencia que antes, cuando diversión y merienda eran balón y bocadillo, duraba más allá del pantalón largo y ahora se empieza a perder con el primer móvil. Ahí empieza la trampa. ¡Cuánto has crecido, estás hecho/a un hombre/mujer!, te dice alguien. Tú, adolescentemente tonto/a, sonríes porque sí, sin enterarte de que hacerte hombre/mujer no es precisamente una ventaja. ¿Qué vas a estudiar?, te preguntan. Y tú, que llevas los estudios como llevas, respondes tal que si firmaras una condena. Así que estudias por no trabajar, trabajas por no estudiar o haces cualquiera de las dos o las dos porque no sabes cómo hacer otra cosa. Sin que te expliques bien ni te expliquen bien los motivos, te has hecho (o te han hecho) eso que llaman adulto. Has dejado atrás la inconsciencia de la infancia, pasado por la insensatez de la juventud y llegado al fin a la ignorancia. Porque ignoras lo que te espera. Es decir, no sabes ni la mitad que tus padres... hasta que no tienes ni idea porque te lo dicen tus hijos. Y tenerlos es el regreso a la infancia y la juventud. Por lo de la inconsciencia y la insensatez. Es entonces cuando entras a una tienda a comprar la colonia que usas desde los 18 años y alguien de esa edad o poco más te suelta: “está descatalogada”. Y por fin te percatas. Ya eres mayor. Sin darte cuenta.