ENTRE finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la Ellis Island de Nueva York fue considerada una puerta de entrada de la inmigración europea a los Estados Unidos. Hoy en día pisan su suelo más turistas que inmigrantes, habida cuenta que allí se enclava la Estatua de la Libertad. Con todo, hoy en día más de 100 millones de estadounidenses pueden encontrar entre sus antepasados a personas que pasaron por la Isla Ellis, y todavía viven muchas personas que pasaron por ella. Es un símbolo de cómo los pueblos migran en busca de tierras más amables. No conviene confundirles. El exiliado mira hacia el pasado, lamiéndose las heridas; el inmigrante mira hacia el futuro, dispuesto a aprovechar las oportunidades a su alcance. Y aquí, en Bizkaia, las oportunidades florecen como en un jardín botánico, con excelsos cuidados. ¿Es eso bueno o malo? La sociedad continúa preguntándoselo.

Es complicado medir esta llegada. Hay quien piensa que el enemigo viene en limusina y no en patera y hay ejemplos que justifican sus pensamientos. Sin embargo, entre la población migrante también se cuelan individuos peligrosos e incluso gente jactanciosa que te considera medio tonto –lo he escuchado, creánme...– por darles “algo a cambio de nada”. No conviene caer en esa provocación. Creo que fue el premio nobel Günter Grass quien dijo que “Europa no debería tener tanto miedo de la inmigración: todas las grandes culturas surgieron a partir de formas de mestizaje.” Pensemos de nuevo en Ellis Island.

Ya sé que hay muy variados modelos, ya lo sé. En griego antiguo la palabra que se usa para designar al huésped o al invitado, y la palabra que se usa para designar al extranjero, son el mismo término: xénos. Hoy en día no les equiparamos, les miramos con recelo. Tanto tirmpo y hemos ido hacia atrás.