EL pasado fin de semana Bilbao fue una gozada para los cotillas. El festival Open House permitió a todos aquellos enamorados de la arquitectura poder acceder a una sesentena de edificios que de forma habitual permanecen ocultos a la ciudadanía o que abren la entrada previo paso por taquilla. Con esta iniciativa, que cada año arraiga más entre los bilbainos, se deja paso franco para conocer los entresijos y las entrañas de entidades privadas o inmuebles públicos desconocidos. El descubrimiento de esas trastiendas es lo que la gran mayoría de adictos a estas citas buscan. Porque los hay que repiten año tras año, sobre todo porque en una sola convocatoria no da tiempo a descubrir el listado a pesar de contar con un horario amplio el sábado y el domingo. Encima, cada nueva cita anual, aumentan los espacios liberados para curiosos que no solo buscan la historia oculta de edificios varias veces centenarios. También se ofrecen visitas a nuevos bloques o espacios recientemente en servicio que también tienen gran tirón por la función que ejercen o porque nunca pueden ser descubiertos. Y luego está el agradecimiento que es de ley expresar a los 600 voluntarios que han hecho posible las visitas. Open House es de esas iniciativas en las que todo el mundo gana. En las que el buen rollo impera entre todos los actores. De las que tendrían que aprender mucho nuestra clase política actual para que a todos y todas nos fuera mejor.

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