UNA mujer ha sido condenada por andar con tacones de madrugada “solo para perturbar” a su vecino de abajo. Desde que me enteré no paro de darle vueltas a si se pueden emprender acciones legales contra un robot aspirador. Encima de mí vive uno y me tiene ojeriza. Yo a él, entre ceja y ceja. Que se hace la calma por una conjunción interplanetaria –el padre de las criaturas y las susodichas en la calle, la lavadora, el lavavajillas, la tele y el secador apagados– y hago el amago de coger un libro, ¡zasca! Apenas he acariciado su lomo y el maldito aparato se pone en marcha. Y lo que es peor, me persigue por toda la casa. Debe tener un detector de silencio instalado en mi cogote para activarse. Lo que no sé aún es si mueve las escobillas “solo para perturbar” o yo ya venía perturbada de fábrica, porque también me molestan los ronquidos extramuros, el sonido del chorrito en la taza, las duchas post mortem de sueño, las duchas prerresurrección de la cama, las sacudidas de alfombras en el balcón, los dj de ventanas abiertas al patio, las esencias de marihuana al colgar la colada... Vale que cuando nacieron los críos aplaqué con sus lloros intempestivos mi sed de venganza, pero ahora apenas puedo contraatacar con las reyertas al quitar el wifi, sus trotes por las escaleras y la docena de alarmas de despertador en cascada. Si una irrita, multipliquen. Menudencias comparado con el ruido que hacen algunos en el Congreso, donde no respetan ni el derecho a siesta.

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