AHORA que todo el mundo apunta con el dedo hacia un trono que se ha quedado desocupado, me pregunto por qué no le dedicamos la misma atención a otros muchos asientos vacíos. En el primero se ha acomodado hasta los 96 años una señora que aparentemente no vivía nada mal y que ha fallecido a una edad más que razonable. Que una cosa es tomarse al pie de la letra lo del envejecimiento activo y otra trabajar de reina, por decir algo, una eternidad. Mi pésame a la familia y poco más. Recién abiertas esta semana las aulas, me preocupa muchísimo más esa silla vacía al lado de la niña a la que las populares de la clase miran por encima del hombro entre risitas y cuchicheos. O ese asiento vacío en el autobús escolar junto al chaval al que siempre eligen el último cuando hacen los equipos para jugar un partido de fútbol en el recreo. En el supuesto, claro, de que alguno de los habituales esté enfermo y le dejen jugar. O ese pupitre vacío junto a esa adolescente con la salud mental tambaleándose y la mirada perdida en el móvil, a la que le cuesta un triunfo levantarse de la cama para ir al instituto. O esos taburetes vacíos en torno a una desangelada mesa de cumpleaños o en torno a la mesa de la cocina en la que algunos desayunan, comen y cenan solos. O esas sillas de escritorio vacías que nunca más volverán a ocupar porque no han podido con tanto vacío, tanto sufrimiento y tanta soledad. l

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