N plena inauguración de las Olimpiadas, y a pesar de los casos de covid ya declarados, en Tokio solo se habla de una cosa, de las camas de cartón de la villa olímpica. Camas antisexo las han llamado porque teóricamente estaban planteadas para ser unipersonales e impedir cualquier intimidad entre deportistas. Pero imaginen a 10.000 jóvenes, la mayoría menores de 30 años, lejos de sus casas, con las hormonas a flor de piel, ganas de pasárselo bien y con cuerpos musculados y atléticos. Pues no hay cama que se resista. Atletas de varios países las han puesto a prueba y han derribado la leyenda; su armazón ecológico sí aguanta. Un gimnasta irlandés saltó como un loco sobre ellas para demostrar que soportan hasta 200 kilos. Un nadador mexicano se tiró un clavado y resistió. ¡Suerte que el sumo no es deporte olímpico! Aunque nadie ha simulado una celebración salvaje tras, por ejemplo, una victoria por una medalla de oro. Instalar lechos antisexo sería, obviamente, una idea ridícula. El que quiere jolgorio, se inventa lo que sea, que tampoco es tan difícil. No creo que para unos atletas sea complicado tener relaciones sin una superficie mullidita. Y aunque en época de coronavirus, algunos pretendan desalentar la parranda, es imposible evitar situaciones extradeportivas. En Río, en los Juegos de 2016, los organizadores distribuyeron 450.000 preservativos, 42 por atleta. Una bagatela.

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