LA legendaria sentencia del viejo profesor, que así era como llamaban a Enrique Tierno Galván, mantiene su vigencia por mucho tiempo que haya pasado desde que la pronunció: "Todos tenemos nuestra casa, que es el hogar privado; y la ciudad, que es el hogar público". Viendo lo que opina la ciudadanía de Bilbao, con los contrapuntos habituales de la seguridad ciudadana y el incierto mercado laboral, frutos ambos de la concentración de las gentes, no cabe duda que el bienestar es la sensación que más impera.

Porque una ciudad no se mide por la longitud de sus calles y la anchura de sus aceras, sino por la amplitud de su visión y la altura de sus sueños. Y es ahí donde la nota es aceptable y pasa el corte con soltura. Cuando la ciudad esquiva las alambradas del ego y consigue desarrollarse en común, avanzar en grupo y desarrollar el sentido de pertenencia se diría que ya está. No es cierto, nunca está. Ese es el gran desafío de una ciudad: multiplicarse como los panes y los peces de los evangelios, sentirse cada día mejor.

Escuchar que la ciudadanía se siente orgullosa de serlo no es algo nuevo. No en vano, hablamos de Bilbao, la tierra donde florece la planta del orgullo. Y oír que la población disfruta con la ría y con Artxanda es la constatación de que el corazón que todo lo irriga y los pulmones que tanto oxígeno dan siguen en su sitio después de tantos años. Siempre han sido dos de los cinco tesoros de la villa, junto al Athletic, la Amatxu de Begoña y el Igualatorio.

¿Qué cambian entonces...? Nada. Y esa es la noticia. Que el paso del tiempo no ha nublado la mirada y que el paso de la pandemia no nos ha cambiado de opinión. Por supuesto, habrá gente que se sienta hoy peor que ayer e inconformistas que no comparten la nota. Para ellos también hay que hacer ciudad. Sobre todo para ellos. Cuantas menos empalizadas se encuentren en la calle con más soltura disfrutaremos de un Bilbao grande.