MARÍA paseaba sin rumbo. Le asustaba su día a día desconcertante y sin orden. Su futuro era un vacío que se precipitaba como una catarata de agua descontrolada. Estaba en crisis. En el escaparate de una librería vio Leonora, una novela que tenía en la portada El beso de Klimt. La compró y se sentó en un banco para abrir las primeras páginas. Empezó a leer y siguió leyendo hasta que se fue el sol. Continuó leyendo al borde de su cama y, cuando terminó, volvió a empezar de nuevo. Leonora era ella, una pianista en Viena, una pianista que tenía sus mismos pensamientos. Leonora fue, quizás, el principio de volver a encontrar su vigor de luchadora. Abrazada al piano, se instaló en su ático, decidida y con las ideas claras. Poco después, llegaron conciertos y clases.
Yo escribí Leonora llena de dudas y miedo. Leonora me cambió la vida. Una mujer valiente, artista, erótica. La busqué en cada cuadro de Klimt y la encontré extrañamente pegada a mi piel. Era el año 2000, una especie de principio y furor alocado lleno de esperanzas. Acompañada de mi ordenador, llegué a un ático desde donde se veía un trocito de mar. Los dueños de mi apartamento me dijeron que mi vecina era pianista. Me emocionó la idea. “Te la vamos a presentar para que os hagáis amigas”. A María le comentaron que era periodista y escribía libros. Le dieron algún detalle y de pronto gritó: “¡Leonora!”. Yo era la autora del libro que le había despertado de un mal sueño.
Así empezó nuestra amistad. Una amistad que ha ido creciendo con los años que vivimos una frente a otra. Un día, María se hizo un esguince en un pie y le aconsejé que fuera donde Jon, porque Jon era un mago que curaba todo y, como decía Nabokov, “fue amor a primera vista, a última vista y a todas las vistas posibles”.
Jon y María se casan hoy. Se complementan los dos. Los imagino al atardecer diciéndose, en un murmullo enamorado, las palabras de Emily Brontë: “Él nunca llegará a saber cuánto le quiero y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea lo que sea, la suya es igual a la mía”. Almas gemelas con personalidad individual.
Me siento un hada madrina de una historia que se ha escrito capítulo a capítulo en nuestra terraza, viendo crecer las mismas flores –las de María más cuidadas y bonitas–, tomando una copa hasta que el sol se va, compartiendo música, libros, gustos y manías.
La magia existe y las casualidades no. María y Jon tenían que encontrarse, y lo que ignoraba es que Leonora iba a hacer una cadeneta con los cuadros. La más hermosa cadeneta de diminutas flores doradas y brillantes, como los cuadros de Klimt. María siempre será la eterna adolescente a la que Klimt le dio la inmortalidad.