El objetivo de una transformación digital de la sociedad se ha instalado como una evidencia compartida. Una de las principales líneas estratégicas de la Unión Europea así lo pretende, proliferan los ministerios que adoptan ese nombre, las empresas y las universidades tienen quien se hace cargo de ello y hasta en nuestras familias los hijos nos asesoran en el nuevo y a veces hostil entorno digital. Cabe preguntarse si esta profusión de objetivos, denominaciones y cargos viene precedida y acompañada de la correspondiente reflexión acerca de qué significa una transformación de esas dimensiones y si hemos entendido bien la relación que existe entre la tecnología y la sociedad.

Transformación digital

Cuando se quiere realizar una transformación lo primero que hay que saber es en qué consiste, qué la diferencia de otras cosas que se limitan a inyectar dinero en un sector, se focalizan en un proyecto estrella y no realizan las modificaciones de fondo que se pretendían. La transformación digital exige reflexionar acerca de cuáles son los problemas, qué estructuras deben ser transformadas digitalmente y de qué modo implicar a las personas, los actores y las instituciones correspondientes. No olvidemos que el verdadero sujeto de la transformación digital es la sociedad; lo que hay que transformar digitalmente es la sociedad, no el Estado.

Una transformación digital no es la transposición de un producto analógico en uno digital. Si es una transformación es porque cambia el producto y el proceso, que ya no es lo mismo hecho de otro modo sino algo distinto y nuevo, sea un acto administrativo, una comunicación, la docencia y el aprendizaje, la atención, el consumo cultural, la privacidad o los negocios.

A diferencia de una planificación, la transformación es un proceso con resultado abierto. Cómo se apropiará finalmente la sociedad de las acciones de gobierno encaminadas a tal fin es algo en parte imprevisible. Las transformaciones sociales puestas en marcha por la hiperconectividad digital no están predeterminadas por esas tecnologías, sino que emergen de los modos en los cuales dichas tecnologías y las prácticas que se desarrollan en torno a ellas son entendidas culturalmente, organizadas socialmente y reguladas legalmente.

En el contexto de la transformación digital la gente y los ordenadores están entrando en una intrigante simbiosis. No es solo que los algoritmos actúen sobre nosotros, sino que nosotros también actuamos sobre los algoritmos. Desde esta perspectiva, lo importante no son sólo los efectos de los algoritmos sobre los actores sociales, sino las interrelaciones entre los algoritmos y los actos sociales de adaptación.

Estamos, por tanto, ante el gran desafío de cómo articular los desarrollos tecnológicos con las realidades sociales. La técnica no prescribe un único posible desarrollo; en su encuentro con la sociedad se plantean muchas opciones, es contestada, se utiliza para algo distinto de lo previsto por su diseñador, se reivindica una aplicación inclusiva, en suma.

Muchas de las transiciones fallidas se han debido, en este y otros ámbitos, a una aplicación mecánica y vertical de los nuevos requerimientos sin pensar suficientemente sobre la diversidad de los sujetos destinatarios y sin incluirlos en el proceso. Los fallos en las transformaciones se deben a no haber sido capaces de desarrollar suficientemente un proceso de negociación que llevara a una solución sostenible y satisfactoria para todos. La resistencia al cambio no debe interpretarse como un perverso boicot, sino que en muchas ocasiones evidencia que quien promueve ese cambio no ha conseguido facilitarlo, negociarlo y hacer creíbles sus ventajas para todos.

La transformación digital nos ofrece muchos ejemplos de esta ceguera social de la tecnología: el equívoco de pensar que una administración digitalizada es necesariamente una administración más cercana; tratar de resolver el incremento de la demanda sanitaria solamente con asistencia telemática; la facilitación de ordenadores personales en las escuelas o la enseñanza virtual a que obligó la pandemia sin la correspondiente formación de alumnos y profesores; instigar a que las empresas desarrollen modelos de negocio digitales con independencia de que tengan las capacidades necesarias y exista el correspondiente mercado para ello.

Como en cualquier otra transformación profunda de la sociedad, la transformación digital exige, al menos, dos cosas: reflexividad e inclusión. Las transformaciones sociales se producen menos por la velocidad que gracias a la calidad de un proceso continuado. Carece de sentido ganar velocidad a costa de suprimir los momentos de reflexión, debate e inclusión. Ha de tenerse en cuenta la heterogeneidad de los grupos sociales a los que se dirige e implica la estrategia de transformación digital: el mundo rural y el urbano, las diferentes generaciones, los distintos grados de formación, las diversas situaciones económicas, las desigualdades de género que condicionan el acceso y el uso.

La difícil encrucijada de la globalización consiste en que por un lado habría que acelerar los procesos para estar a la altura del veloz desarrollo tecnológico, pero por otro lado aumenta la complejidad de las negociaciones necesarias (legislativas, regulatorias, democráticas), lo que ralentiza los tiempos de actuación. Podemos lamentar este desajuste, pero no deberíamos olvidar que sin ese debate social inclusivo cualquier iniciativa política está condenada a no ser entendida y respaldada por la sociedad, sin la cual no habría una verdadera transformación digital.

Catedrático de Filosofía Política, Ikerbasque (UPV/EHU) / Titular de la Cátedra Inteligencia artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia