LO que contaba ayer este periódico en sus páginas 50 y 51 parece la trama de una novela de James Ellroy, donde los peores son siempre los teóricamente encargados de defender la ley en comisarías y juzgados. Pero no se trata de un relato de ficción y tampoco transcurre en Los Ángeles o en otro punto de la costa californiana. Es real y ha ocurrido en Iruñea. Dos mujeres drogadas y después violadas y sometidas, según indicios, a trato violento y degradante. Consiguiente denuncia y posterior detención de los dos presuntos agresores sexuales por parte de la Policía Nacional. ¿Fin de la historia? No, esta no ha hecho más que empezar. Porque da la casualidad de que uno de los detenidos es cuñado de un miembro de la misma unidad policial que realizó los arrestos. A partir de aquí, prueba que se consigue, prueba que se esfuma en Jefatura. Informes periciales que desaparecen. Móviles de los detenidos cuyo contenido es misteriosamente borrado cuando estaban bajo custodia. Es la misma suerte que corren las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad en el bar donde comenzaron los hechos. Todavía quedaba algunas pruebas, pero estas fueron desechadas por unos jueces y unos fiscales con proverbial pereza para esclarecer hechos que afecten directamente a personal policial. Hasta cinco causas judiciales diferentes que acaban en nada. De hecho, cuatro de ellas ni tan siquiera llegaron a juicio. En las novelas de Ellroy son siempre los hijos de puta los que se salen con la suya. En esta historia real ocurrida en nuestra capital quizás no pase lo mismo. Tras casi ocho años de calvario judicial, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, en una decisión inusitada, ha admitido a trámite la denuncia de las dos afectadas. Qué claro lo tendría, que lo ha hecho en cuatro meses. Veremos cómo acaba esto, pero joder, qué olor a mierda.